Toni Negri

Toni, singular común

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Compartimos las palabras de despedida de la compañera de Negri durante el homenaje en el cementerio de París. "Toni no sólo fue un increíble anticipador del cambio y la ruptura, sino también un vector del mismo", dice.

Cuando, hace dos años, Toni decidió entregar todos sus archivos al IMEC (Instituto de la Memoria de la Edición Contemporánea), se preguntó, mirando todas esas huellas acumuladas, qué constituía la medida de una vida, la medida de ese conjunto interminable de vivencias, acontecimientos, encuentros, proyectos, decisiones, éxitos y fracasos, pensamientos, gestos, escritos, afectos y vínculos que la componían. Y se lo preguntaba, claro, porque quería entender qué quedaría de todo aquello después de él, pero también porque miraba hacia atrás, hacia ese extraño rastro que de algún modo no había dejado de abrirse. Odiaba mirar hacia atrás, quizá por eso nunca fue benjaminiano, pero sí se planteaba, en el presente, la cuestión de la coherencia de su vida.

Hoy, viéndolos, viéndonos, todxs reunidos, me digo a mí misma —yo que sólo formé parte de la vida de Toni durante los últimos treinta años, durante el último tercio de su existencia— que lo que constituye una vida, lo que constituyó su vida, también está depositado en cada unx de nosotrxs. De alguna manera, damos testimonio de ello en el presente: no, o no sólo, porque cada unx de nosotrxs posea recuerdos privados, sino porque sentimos la exigencia de esa coherencia que era la suya. Y esta coherencia ética y política, que le preocupó hasta el final, adoptó —entre otras muchas— al menos tres formas que quisiera recordar hoy porque todas me parecen de gran actualidad.

La primera es el odio total, absoluto, visceral a la guerra, a todas las guerras. Toni fue un niño de la guerra, tenía recuerdos extremadamente precisos de ella, y la sola idea de la guerra le ponía en un estado de agitación indescriptible. Para la mayoría de nosotrxs, la guerra es algo abstracto, incluso cuando la tenemos delante: un cúmulo de buenas y malas razones, imágenes a las que nos hemos acostumbrado, algún que otro sentimiento de horror. Pero para Toni, la guerra era intolerable. Y gran parte de su militancia surge de ese intolerable, trasladado a otras situaciones, a otros sufrimientos, a otras injusticias, a otras vidas hechas pedazos.

La segunda forma de coherencia, casi un monograma de su trayectoria, fue el obstinado deseo de comprender los cambios, las mutaciones, las transformaciones. De anticipar la aparición de lo nuevo. Solía decir: “Tengo muchos defectos, pero tengo nariz” —y, en efecto, tenía una gran nariz—. Pero para comprender lo que se transformaba, había que mirar y sobre todo escuchar— también tenía unas orejas enormes. Observaba, preguntaba, absorbía como una esponja, leía, tomaba notas, revisaba, escribía. Había ese extraño ir y venir entre el registro de lo real y el diagnóstico que se hacía de ello, la hipótesis formulada a partir de lo real para comprender lo real. Para comprender hacia dónde se va. Para captar la tendencia. Describir la mutación profunda. Para todo ello necesitaba a los demás, necesitaba aprender de los demás. Recuerdo tantas veladas de las que salía contento, hasta que me decía: no ha estado mal pero no he aprendido nada. Hace veinticinco años, eso me enojaba. Ahora lo entiendo perfectamente.

Y luego hay algo que imaginaba un poco, pero de lo que sólo tomé la verdadera medida después del 16 de diciembre. Toni no sólo fue un increíble anticipador del cambio y la ruptura, sino también un vector del mismo. Toni cambió muchas vidas: la mía, por supuesto, pero también muchas otras antes y después de la mía. A veces contribuyó a darles un sentido, una plenitud, incluso una pesadez, sobre todo cuando esa pesadez se calculaba en años de cárcel. Algunos dirán: también dejó cicatrices —¿y cómo negarlo?—. Pero me parece que esa pesadez e incluso esas cicatrices eran proporcionales a la potencia colectiva, a la indignación compartida, a la exigencia de un mundo más justo, a la alegría de ser muchos.

La tercera forma de coherencia me resulta evidente desde hace mucho tiempo, quizá desde siempre, y la presencia hoy de todxs ustedes es una confirmación más de ello. Lo que nos cuenta la vida de Toni —una vida íntima y personal, una vida emocional y sentimental, una vida intelectual y política, una vida pública— es la historia de una vida que nunca ha dejado de querer ser algo más que una vida individual.

Hace unos años, en un seminario celebrado en Venecia, explicó de forma pedagógica, en respuesta a una pregunta, la diferencia que para él existía entre individuo y singularidad. El individuo era, para cierto pensamiento político moderno, el elemento primario necesario de toda configuración social y política, ese indivisible, ese átomo a partir del cual había que construirlo todo; mientras que la singularidad, para él en el centro de una modernidad alternativa, existía sólo en relación con otra singularidad, o con otras singularidades: no sólo tomaba la forma de la relación, sino que era producida por la relación misma, era al mismo tiempo su condición de posibilidad y su efecto siempre excedente.

Más allá de la posición filosófica que todo esto supone, me parece que toda la vida de Toni fue precisamente la de una singularidad. Y que gran parte del sufrimiento que se le ha infligido procede, en cambio, del intento de volverlo algo parecido a una reindividualización forzada: su rostro, su nombre, su sonrisa, su voz, utilizados como marcas de infamia. Lo que le resultaba insoportable era el borrado de todo el tejido de relaciones humanas y políticas que, literalmente, había impulsado, soportado, apoyado el momento de las luchas y los movimientos —algo tan cierto entonces como hoy.—.

Toni era un hombre de colectivos, de revistas, de periódicos, de grupos, de emprendimientos de escritura a muchas manos, de indagaciones, de discusiones, de debates, de correspondencias, de amistades reales o virtuales: Toni, la singularidad siempre atrapada en la intensidad de las relaciones con otras singularidades —y puesto en práctica mucho antes de llegar a pensar conceptualmente en la multitud, en la cooperación o en lo comunitario—. Para mí, esto representa la clave.

Por eso, tal vez, afirmar como buenos spinozistas que la muerte no existe, como decía Toni de buena gana, reconocer a Toni en todxs y cada unx de nosotrxs, no es sólo armarse de valor para enfrentarse a un mundo especialmente desesperante en estos momentos. Significa reconocerse como singularidad y decir que no hay intensidad, ni alegría, ni poder, ni indignación sin lo común. Toni es de Anna y de Checco, de Nina y de Doni, de los nietos Luca, Emiliano y Lou, Toni es mío, Toni es de Michael y de Sandro, de Giairo y de Christian, de Alisa y de Giangi, de Gianfranco y de Coz, de Isa y de Gianni, Toni es de Luca y de Beppe, de Marco y de Giso, y de tantxs otrxs que no puedo nombrar por falta de tiempo: Toni es de todxs y cada unx de ustedes, porque Toni es la singularidad común.

Publicada originalmente en Euronomade

Traducción: Diego Picotto y Verónica Gago

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