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¿Por qué la paz no es una alternativa?

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Compartimos la introducción al libro "Guerra o revolución" de Maurizio Lazzarato. El autor italiano sostiene que la “paz” resultante es la que los vencedores imponen a los vencidos y es la continuación de la guerra de sometimiento por otros medios. La guerra en Ucrania como cristalizador de los límites de los movimientos sociales y las teorías críticas para combatir al capitalismo.

Mariela Hokama (2022)
Mariela Hokama (2022)

La guerra en Ucrania pone en evidencia todos los límites políticos de lo que queda de los movimientos y de las teorías críticas. Ambos expulsaron la guerra (y las guerras) del debate político y teórico produciendo una pacificación del capitalismo y del Estado. Se discute y se teoriza sobre producción, trabajo, relaciones de poder (del hombre sobre la mujer, del blanco sobre el racializado, del patrón sobre el trabajador) en un marco en el que la guerra de conquista y sometimiento, la guerra civil y la guerra entre Estados parecen pertenecer al siglo XX. Las revoluciones, y también los revolucionarios, aparecen encerrados en un pasado que los vuelve inútiles y que nos impide utilizar su saber estratégico sobre el imperialismo y las guerras.

El resultado de cincuenta años de pacificación es el desconcierto ante el estallido de la guerra entre imperialismos, sacudidos por la crónica, a merced de la opinión, sin un punto de vista de clase, porque las clases fueron descartadas, confundiendo la derrota de la clase obrera histórica con el fin de la lucha de clases. Por el contrario, esta se ha intensificado, incluso ha recrudecido, pero ahora es conducida con un enfoque estratégico únicamente por el enemigo de clase.

Nos enfrentamos a la gran tarea de reintegrar las guerras y las luchas de clases como elementos estructurales del capitalismo, mientras intentamos reconstruir una perspectiva partidaria sobre estas.

Todas las teorías críticas han desarrollado un nuevo concepto de producción (deseante, afectiva, cognitiva, biopolítica, neuronal, pulsional), pero a la vez han soslayado el hecho de que, antes de producir bienes, es necesario “tomar y dividir” para crear las clases sociales. La producción, el trabajo, las relaciones de poder raciales y sexuales presuponen guerras de conquista y sometimiento que produzcan a las mujeres, los obreros, los colonizados, los racializados, los ciudadanos que no existen naturalmente. Al mismo tiempo, la guerra civil de apropiación de los cuerpos debe afirmar la división entre propietarios y no propietarios, entre quién manda y quién obedece.

La “paz” resultante es la que los vencedores imponen a los vencidos y es la continuación de la guerra de sometimiento por otros medios (la economía, la política, la heterosexualidad, el racismo, el derecho, la ciudadanía). La acumulación del capital no hará otra cosa que reforzar los dualismos que la sustentan, creando diferencias cada vez mayores de renta, de patrimonio y de poder al interior de las clases de cada país; pero también una creciente desigualdad de poder militar, político y económico entre los Estados, que conducirá a una guerra entre imperialismos que es, a su vez, la continuación de la “paz” de la política, de la economía, de la biopolítica por otros medios. La guerra no es la interrupción de las luchas de clase, sino su continuación bajo otras formas.

En pocas palabras, este es el ciclo económico-político del neoliberalismo que comienza con la guerra y termina con la guerra, del cual nos ocuparemos en los capítulos tercero y cuarto, junto con la formación de las clases, el gran agujero negro de las teorías críticas contemporáneas, porque anulan la consigna de Marx que es condición de todo cambio radical: “Expropiar a los expropiadores”. Se cree que se puede imponer lo “común”, las formas de vida emancipada, la producción de subjetividades, las políticas del deseo, sin pasar por el derrumbe de las expropiaciones originarias. El quinto capítulo aborda la relación entre la acumulación en el mercado mundial, el Estado y la guerra imperialista, que el enfrentamiento en Ucrania ilustra perfectamente.

Lenin nos brinda una buena indicación metodológica acerca de cómo leer la guerra actual desplazando el discurso repetido obsesivamente por el agresor y por el agredido: “El filisteo no comprende que la guerra es ‘la continuación de la política’, entonces se limita a decir ‘el enemigo ataca’, ‘el enemigo ha invadido mi país’, sin analizar por qué motivo se libra una guerra, qué clases la hacen, con qué fin político (…). Y así como para valorar la guerra se han empleado frases absurdas sobre la agresión y la defensa en general, para referirse a la paz también se recurre a lugares comunes filisteos, olvidando la situación histórica y la realidad concreta de la lucha entre las potencias imperialistas”.

El motivo y el fin político es, sin duda, la hegemonía del mercado mundial que, tras la caída del Muro, Estados Unidos creía poder dominar fácilmente. Las guerras perdidas para exportar la democracia ya eran una señal de que no todos querían vivir bajo la “pax americana”. Pero aún más preocupante para el Tío Sam es el crecimiento del gran Sur –el primer capítulo se ocupa de sus formidables revoluciones y de su transformación en capitalismos en todo caso irreductibles al capitalismo occidental– y, en particular, de China y Rusia, a quienes tampoco les agrada que los estadounidenses –no está claro con qué legitimidad– dominen el mundo a través de la fuerza.

El Sur lee la guerra en Ucrania como la punta de lanza del Proyecto para el Nuevo Siglo Estadounidense, impulsado por los neoconservadores –el siglo del “Make America great again” (Trump), del “Hacer que Estados Unidos lidere al mundo nuevamente” (Biden)–, cuyo objetivo principal es debilitar a Rusia, pero luego apuntar a China y al Sur en su totalidad. Es por eso que, por diferentes razones, se niegan a seguir a “Occidente”, al que ven como un imperialismo mucho más peligroso que el ruso. Esto sucede en países que, en algunos casos, han salido de siglos de colonización y encuentran en Estados Unidos su principal amenaza. No se trata de una postura de los gobiernos, sino de una conciencia generalizada en la población, como en muchos países de América Latina. Me parece que el Sur capta mejor que Occidente y que la desgraciada Europa cuáles son las implicancias de la guerra.

Los imperialismos del Norte, del Sur y del Este se parecen: todos explotan a las mujeres, a los obreros, a los migrantes, a los colonizados y reprimen a las minorías dentro de sus Estados, mientras que, fuera de ellos, se apropian de recursos humanos y materiales.

Pero si abandonamos la perspectiva de las relaciones internacionales y adoptamos el punto de vista de clase, los imperialismos del Norte, del Sur y del Este se parecen: todos explotan a las mujeres, a los obreros, a los migrantes, a los colonizados y reprimen a las minorías dentro de sus Estados, mientras que, fuera de ellos, se apropian de recursos humanos y materiales. Todos, a su manera, están gobernados por oligarquías mafiosas, no solo en el Este: en Italia no se vota desde hace años porque las oligarquías financieras se han apoderado del Estado; en Francia se organizaron mejor y un banquero fue elegido presidente de la República. Todos estos imperialismos han destruido ese resto de democracia, que no era una concesión del poder, sino que había sido conquistada por las luchas, como el sufragio universal. Una vez eliminado el conflicto, la democracia desaparece porque no es en absoluto una criatura del capitalismo. Los más hipócritas, como siempre, son los occidentales, que para exportar su modelo no dudaron en hacerlo detonar internamente promoviendo el fascismo, el racismo y el sexismo dentro de sus fronteras; lograron que Trump llegara a la Casa Blanca y que estuviera listo para la revancha (o quien sea por él); mientras que en Francia, cuna de los derechos humanos, la extrema derecha alcanzó el 42 por ciento de los votos en las elecciones presidenciales de este año.

Ucrania no se diferencia en nada de los otros Estados del ex Pacto de Varsovia (Hungría, Polonia, etc.): un gobierno institucional de derecha (con componentes fascistas) a la sombra de las oligarquías, políticas neoliberales, represión a la “izquierda”, homofobia, sexismo, privatización de las tierras agrícolas, venta de las mayores riquezas del país a las multinacionales agroalimentarias, legislación antilaboral; todo bajo el control y la dirección de la OTAN, Estados Unidos e Inglaterra.

Atento a las luchas de liberación nacional, Lenin decía que hay que defender el derecho a la autodeterminación de las naciones y de las minorías nacionales aunque estén gobernadas por la derecha, salvo que se conviertan en un instrumento del imperialismo.

Pero ¿qué clases están en juego? Las clases que dirigen los imperialismos han llevado a cabo una integración progresiva y estratégica del capital y del Estado. En este libro, en lugar de pensar el Estado y el capital como dos entidades separadas, se utiliza el concepto de una máquina bicéfala, Estado-capital, como un dispositivo que conjuntamente produce, “gobierna”, hace la guerra, aunque con tensiones internas, ya que el poder soberano y el lucro no coinciden. Se integran progresivamente, pero jamás se identifican. Para poder analizar el funcionamiento de estos imperialismos y de sus clases dirigentes, es necesario volver sobre la definición del capital y del Estado (nos ocuparemos de ello en el quinto capítulo) y de su relación, que ha sido caricaturizada por los discursos de la globalización en términos de supremacía del primero sobre el segundo, disipación de las fronteras, superación del imperialismo, crisis de la soberanía y automatismos de las finanzas. La relación entre política y economía, entre Estado y capital, se gestiona de diferentes modos en cada país: aun cuando todos sean capitalistas, sus objetivos y los medios que se propician para lograrlos no son los mismos.

En este libro, en lugar de pensar el Estado y el capital como dos entidades separadas, se utiliza el concepto de una máquina bicéfala, Estado-capital.

En suma, estamos frente a una multiplicidad de centros de poder político y económico que, con la agudización de las crisis y las catástrofes ecológicas, sanitarias y económicas desatadas por las políticas neoliberales, luchan como hace un siglo por apropiarse de los mercados, de los recursos materiales y humanos; luchan para imponer su moneda y sus propias reglas. En definitiva, seguimos lidiando con imperialismos que se enfrentan por medio de las armas, de la economía, de la comunicación, de la logística, de la cultura, es decir, por medio de una guerra “total”. Pero el conflicto de los años 1914-1918 ya era total y, de hecho, sigue constituyendo la matriz de lo que ocurre ahora –tal como se desarrolla en el segundo capítulo–.

El gran problema de los oprimidos es que el abandono de la revolución y la guerra –que estaban en el centro del debate del siglo XX– estuvo acompañado por la renuncia al concepto de clase, una cuestión cardinal que no puede ser abordada en este libro.[1] Lo que sí podemos decir es que las clases sociales no comprenden únicamente a los capitalistas y los obreros, sino también a los hombres y las mujeres, a los blancos y los racializados. Estos dualismos que funcionan como focos de lucha y de organización son diversos y, por lo tanto, sus puntos de vista difieren, incluso sobre la guerra.

Los movimientos feministas están especialmente interesados en las violencias, pero aunque las guerras son indudablemente violentas, los dos conceptos no son equivalentes. La violencia sexual, racial, clasista debe ser comprendida y politizada como individualización de la guerra de conquista. El debate que crece dentro del feminismo sobre las “violencias” podrá desplegar un discurso sobre la guerra que algunas voces feministas vienen problematizando con relación a la guerra de conquista y sometimiento (Monique Wittig, Colette Guillaumin y todo el feminismo materialista, Silvia Federici, Verónica Gago). En el centro de la guerra están seguramente las pulsiones masculinas, pero si bien esto es cierto desde la guerra de Troya hasta la de Ucrania, entonces siempre se trataría de una única y misma guerra, de este modo corremos el riesgo de perder la especificidad de las guerras en la época de los imperialismos, de sus razones y de su monstruosa capacidad de destrucción.

La teoría y la política ecológica no consideran el estrecho vínculo que une las guerras totales con la catástrofe climática y ambiental: el segundo capítulo aborda la relación de identidad y reversibilidad entre producción y destrucción inaugurada por la Primera Guerra Mundial.

El movimiento obrero –que prácticamente no sobrevivió a la derrota histórica sufrida durante los años sesenta y setenta sino por los sindicatos– funciona como una institución completamente integrada a la máquina Estado-capital.

Esta situación, en la que la iniciativa está en manos del enemigo, en la que los movimientos políticos están en plena reconstrucción después del ciclo de luchas de 2011, no podía generar un gran debate sobre la guerra, el pacifismo, el rearme, la revolución tal como se desarrolló antes y durante la Primera Guerra Mundial. Un punto de vista de clase significativo parece emerger con gran dificultad.

Estar a favor del fin de la guerra no significa ser pacifistas, en la historia de los oprimidos nada se ha conquistado nunca con la paz. La paz no es una cuestión obvia, debe ser interrogada. ¿Qué paz se quiere? ¿La que precedió y causó la guerra? ¿La paz de los últimos cincuenta años de contrarrevolución, que ha sido, en el Norte, una masacre de las conquistas obtenidas después de un siglo de luchas y, en el Sur, la continuación de las guerras para exportar la democracia occidental (en realidad guerras de saqueo, de apropiación, de extracción)? ¿Una paz similar a la que se instauró después de la Primera Guerra Mundial y que no ha hecho más que preparar la Segunda?

Los revolucionarios tenían una fórmula que, por su simplicidad, debería hacernos reflexionar: “La guerra es la continuación de la política de paz, y la paz es la continuación de la política de guerra”. Esto significa que querer la paz sin abolir el capitalismo es un absurdo o una ingenuidad, porque el capitalismo no elimina la guerra, sino que la intensifica y la difunde socialmente como no lo ha hecho nunca ningún otro sistema económico y político.

Estar a favor del fin de la guerra no significa ser pacifistas, en la historia de los oprimidos nada se ha conquistado nunca con la paz.

Son precisamente los conceptos de guerra y de paz los que resultan problemáticos en su oposición: después de la Primera Guerra Mundial esta separación ya no tiene mucho sentido, porque “lo nuevo es el estado intermedio entre la guerra y la paz”. La afirmación “tenemos paz cuando no hay guerra” es verdadera solo en el caso de la guerra militar, pero el “pasaje a la guerra total consiste precisamente en que los sectores extramilitares de la actividad humana (la economía, la propaganda, las energías psíquicas y morales de los no combatientes) están dedicados a la lucha contra el enemigo”. En todo caso, “combatir los efectos (la guerra), dejando subsistir las causas (el capitalismo)” era considerado por los revolucionarios como un “trabajo infructuoso”, y nosotros estamos de acuerdo con ellos.

Es probable que la guerra continúe, porque ni los rusos ni los estadounidenses pueden perder. Pero incluso si firman la “paz” viviremos dentro de un neoliberalismo más “autoritario”, dirigido por oligarquías aún más depredadoras, respaldadas por fuerzas fascistas, racistas y sexistas que prepararán la próxima guerra contra China, tal como lo demuestra la loca carrera armamentista.

Lo mismo podemos decir de la reivindicación pacifista del desarme: la industria bélica y el militarismo son elementos constitutivos del capitalismo. Estado, capital y militarismo integran un círculo virtuoso: el militarismo favorece el desarrollo del capital y del Estado desde siempre, y estos, a su vez, financian el desarrollo del militarismo.

Después de la Primera Guerra Mundial, la industria bélica constituye una inversión imprescindible para la acumulación. Tiene la misma función de estímulo que las inversiones productivas (keynesianismo de guerra) y absorbe el aumento de la producción de modo que no se dirija al “consumo”. En este sentido, la industria bélica es un regulador del ciclo económico, pero sobre todo del “ciclo político”. La economía de guerra en la que hemos ingresado aumentará aún más la parte de la riqueza producida que irá al armamento y reducirá posteriormente el consumo. En el Sur no se tratará solo de una contracción del poder adquisitivo, sino de escasez, de explosión de la deuda para muchos de estos países, de default para otros y de miseria para todos los oprimidos; del endurecimiento de las jerarquías (sexuales, raciales, de clase) y de clausura de todo espacio político. También aquí vale la máxima revolucionaria según la cual “combatir los efectos (la industria bélica y el militarismo), dejando subsistir las causas (el capitalismo)” es equivocar el objetivo.

La industria bélica y el militarismo son elementos constitutivos del capitalismo. Estado, capital y militarismo integran un círculo virtuoso: el militarismo favorece el desarrollo del capital y del Estado desde siempre, y estos, a su vez, financian el desarrollo del militarismo.

Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, el punto de vista revolucionario de “transformar la guerra imperialista en una guerra civil revolucionaria” era absolutamente minoritario. La mayor parte del movimiento obrero había adherido a las guerras nacionales votando por los créditos de guerra y celebrando la defensa de la patria. Esta es una ruptura de la que el movimiento obrero europeo nunca se levantará, mientras que la consigna de la politización de la guerra, porque de eso se trata cuando hablamos de transformarla, conducirá a la primera revolución victoriosa de la historia de los oprimidos.

No se trata de repetir o copiar este formidable saber estratégico, sino de usarlo como postura, como punto de vista y actualizarlo, reconfigurarlo, repensar sus contenidos, sobre todo porque es el único que tenemos acerca de la guerra. Aquí solo puedo plantear preguntas que responderemos colectivamente, si es que somos capaces de hacerlo: ¿qué significa hoy politizar la guerra? En el siglo XX, la guerra era un terreno privilegiado del conflicto de clases para revertir las relaciones de poder y las jerarquías de explotación. No podemos pensar en transformar la guerra como lo hicieron en Rusia, en China, o en Vietnam, pero deberíamos asignarle un nuevo contenido y una nueva vida al verbo transformar. “Transformar” la guerra me parece una tarea política urgente. Para poder actualizar esta transformación, debemos recuperar lo que hemos perdido, el principio estratégico (que veremos en el cuarto capítulo) con el que interpretar la guerra de conquista de las clases, su puesta en marcha y la inevitable conclusión de que las relaciones pueden ser irreconciliables en la guerra imperialista. No es tanto la potencia productiva del proletariado lo que necesitamos, sino el principio estratégico capaz de interpretar la lucha de clases, la guerra civil y la guerra imperialista, de nombrar al enemigo y combatirlo.

Quizás sabiamente, Lenin hablaba de “tratar de impedir la guerra por todos los medios”, si de este modo se conseguía “derrocar” a los señores de la muerte. Si no lo logramos, quedaremos aplastados por la destrucción general que provoca la guerra.


[1]   Remito a mi libro L’intollerabile presente, l’urgenza della rivoluzione. Classi e minoranze, Verona, Ombre corte, 2022.

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