Pese a ser objeto de la negación del pensamiento crítico contemporáneo, las guerras y las revoluciones, las revoluciones y las contrarrevoluciones determinan las rupturas, los puntos de inflexión, el principio y el fin de las grandes secuencias políticas de las que forman el único “medio”. Así es como la enésima derrota del ejército más poderoso del mundo (y de sus aliados) marca el final del sueño hegemónico de Estados Unidos sobre el planeta. Incluso si, muy a la izquierda, pudo confundirse el principio del fin del “siglo estadounidense” con la fundación posmoderna del Imperio (sic); y confundirse también la gobernanza de la guerra social global con la “gubernamentalidad a través de la crisis” del capitalismo cognitivo sobre las “multitudes”.
In fine, los estadounidenses pueden seguir siendo la potencia motriz de Occidente, pero no por eso están menos agotados políticamente por la globalización que ellos mismos pusieron en marcha para asentar su potencia de dominación económico-militar y sofocar los riesgos de una “revolución mundial” en la larga posguerra. La máquina de guerra y de captura de la financierización que se ejerció a expensas del mundo en su totalidad produjo, en suelo estadounidense, polarizaciones capaces de conducir a una guerra civil cada vez menos latente, que la elección de un demócrata en la Casa Blanca no alcanza a contener. La mundialización, que en realidad no es más que una nueva forma de colonización implementada para captar los ingresos necesarios para sostener el American way of life, nos está precipitando hacia la “extinción” como primera y última verdad de la “aceleración”. El capitalismo no produce solamente crisis, y una crisis continua o continuada,[1] sino también catástrofes sanitarias, ecológicas, sociales, económicas, políticas. No hay modo de producción que no sea, al mismo tiempo, y en la larga duración del capitaloceno, un modo de destrucción.
La pandemia está en la encrucijada de todos los impases, de todas las imposibilidades del capitalismo, del cual es el indicador inmediatamente “patentado”. Es la proyección más clara de la destrucción de las sociedades occidentales llevada adelante por la “agentividad” del neoliberalismo. Hija del saqueo sistemático de la naturaleza y de lo viviente, la pandemia manifiesta la fuerza destructiva de la afirmación de Thatcher según la cual “la sociedad no existe, solo hay individuos”. Aun así, para que no queden dudas, hay que desmantelar la sociedad vendiéndola al detalle. El coronavirus circula infiltrándose y explotando lo que el neoliberalismo niega y reprime, a saber, que estamos relacionados unos con otros de forma indisoluble, en una “cooperación” en la que todo el mundo depende de todo el mundo, y del “todo” del mundo. Un internacionalismo viral, y nada menos que desde abajo, viene a profundizar aún más la fractura Norte/Sur, no sin revelar la multiplicación de los “Sures” en el Norte (y, por si fuera poco, de los “Nortes” en el Sur). Hasta en su variante COVAX, el individualismo consumidor, tan preciado por los ordoliberales, impide a los países “ricos” garantizar el mínimo de solidaridad, de responsabilidad y de acción colectiva necesario para combatir eficazmente el virus. La privatización del Welfare, y particularmente de las políticas de salud pública, que no se lleva a cabo sin una colonización de las almas a través de toda una microingeniería de producción de subjetividad, reduce el cuidado de los cuerpos y de los vivientes a un proceso de rentabilidad que apunta en primer lugar a la creación de zonas francas.
De ahí la extrema dificultad de los países occidentales para salir de la pandemia. En efecto, ¿cómo podría la gobernanza neoliberal no ser completamente inoperante para desplegar una acción de servicio público digna de ese nombre cuando su propósito es desmantelar toda especie de Welfare colectivo desde hace más de cincuenta años? En este marco, el “sálvese quien pueda” y el “mercado para todos” constituyen el obstáculo infranqueable para cualquier política ecológica real que busque hacerle frente a la catástrofe del capitalismo. Los no humanos, que –como nos explican doctamente– debemos “cuidar”, no se topan con las “libertades individuales”, sino con los intereses del capitalismo “extractivo” y “cognitivo”, con los grandes monopolios y los Estados que los sostienen.
El “sálvese quien pueda” y el “mercado para todos” constituyen el obstáculo infranqueable para cualquier política ecológica real que busque hacerle frente a la catástrofe del capitalismo.
Entonces, si el Norte hoy está amenazado por las propias políticas contrarrevolucionarias que garantizaron su dominación –y, en el sentido de una estrategia global, su “estado de excepción”–, hay que abstenerse de la idea de que “está esperando la guerra para transformarse en un gobierno de la destrucción de lo humano”. Porque el individualismo posesivo del liberalismo, reciente o antiguo, no abraza la destrucción en la recta final de su carrera, para salir del enredo del “gobierno a través de la crisis”: genocida y ecocida desde el inicio, se funde con la gubernamentalización de la guerra en todas sus formas (coloniales y endocoloniales, neocoloniales y poscoloniales). Muy diferente de su avatar pacificado y “significante” planteado en los años ochenta por Laclau-Mouffe y los seguidores de los subaltern studies, el Gramsci revolucionario no está lejos de sugerirnos que esta sería incluso la condición de la inversión de la célebre fórmula clausewitziana ampliamente analizada en nuestro libro: si la guerra no es la continuación de la política por otros medios, si la política es, por el contrario, la continuación de la guerra por todos los medios, lo es en la medida en que no es la “guerra regular”, sino la guerra colonial la que le dio su impulso a la “guerra total”[2] y la que no conoce la paz. Es la razón por la que Gramsci relacionaba la “lucha política”, con toda su complejidad, no con la “guerra militar” (al estilo europeo o “westfaliano”) ni con la paz que le pone fin “una vez que se alcanza el objetivo estratégico”, sino con la “guerra colonial”: esta puede someter a los pueblos, pero no puede eliminar la resistencia ni impedir que “la lucha continúe” por todos los medios con el fin de invertir la situación[3] Como buen revolucionario, Gramsci en el texto conserva el vocabulario de la guerra, es decir, deja abierta la cuestión de un enfrentamiento estratégico entre adversarios irreductible a las relaciones civilizadas entre gobernantes y gobernados: entonces, la “libertad” cambia de bando y se vuelve ingobernable. Ahora bien, la comparación que aquí intentamos establecer –contra el sentido común– entre lucha política y guerras coloniales o “guerras de conquista”, ¿no adquiere una nueva actualidad en el Norte, con los actuales regímenes de “colonización interna” (o lo que, después de Virilio, hemos denominado “endocolonización”), en los que el conflicto social toma un giro racial entre la clase de los blancos y la de lxs “racializadxs” que ya no quieren ser los hijos e hijas de los “vencidos”?
También es evidente que la máquina de guerra Estado/Capital, cuya contrahistoria estamos elaborando, hace constantemente resurgir el principio reprimido del montaje que le dio inicio al intensificar, en todos los flancos, las guerras contra las “poblaciones”. Hay que entender que se trata de una guerra de división “dentro de la población” (War amongst population, en buen inglés) y contra algunas poblaciones afectadas particularmente por la extensión del dominio de la contrainsurrección. El racismo colonial no se transforma en empresa neocolonial sin recurrir al arma estratégica de la “colonización interna”, cuyo único modelo es el de la democracia racial estadounidense, modelo secular con el cual parecen alinearse hoy casi todos los Estados del Norte en el “tratamiento” de la “cuestión” de la migración. Recurrir para el análisis a la biopolítica foucaultiana será en este caso de poca utilidad, tanto por su incapacidad para pensar la relación con la disciplinarización y la segregación “económica” de los cuerpos como por el hecho de que está atrapada en las funciones “reguladoras” de un arte de gobernar mediante “el juego de las normas” y es animada por la ficción “crítica” (en sentido kantiano) de una “autolimitación de la razón gubernamental” (¡!). Prisionera de la acción positiva de un capitalismo lavado, purificado y reducido al “mercado”, a la “empresa”, al “capital humano”, a la “libre competencia”, etc., la biopolítica difícilmente puede ayudarnos a pensar… lo que debe pensarse de/en la coexistencia sistemática del fascismo y de la democracia, del Estado de derecho y del Estado policial, de la norma y de la excepción, a la cual las poblaciones globalizadas están sometidas dentro de la lógica de una pacificación infinita que implica un intercambio desigual entre todos estos conceptos.
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Los síntomas del declive del capitalismo y de sus centros históricos pueden acumularse, pero sabemos que este no morirá por causas naturales (“Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”). Con la nueva derrota político-militar de la alianza del Norte, surgen nuevas evidencias, más estratégicas.
El enfrentamiento organizado entre Este y Oeste, o entre “democracia” versus “comunismo”, dejó en segundo plano la serie de acontecimientos que consideramos la más destacada del siglo XX, que no fue el “siglo americano”, sino el siglo de las revoluciones. Nunca antes en la historia de la humanidad se había experimentado una sucesión tan larga y casi continua de rupturas revolucionarias triunfantes, todas las cuales –después de la revolución soviética– tuvieron lugar, sin excepción, en el Sur global. Estas revoluciones desafiaron abiertamente la división centro/periferias, trabajo abstracto en el Norte y trabajo vivo/gratuito en el Sur (pero trabajo doméstico en todas partes), sobre la cual se construyó el mercado mundial a partir de 1492. Sin duda, las revoluciones anticoloniales, consideradas desde la pluralidad de las guerras de clases que marcaron el siglo (capitalistas/obreros, hombres/mujeres, colonizadores/colonizados), son las que determinaron las rupturas más profundas, al menos en el sentido en que, evidentemente, dieron origen a lo que aquí estamos tratando. El vuelco en las relaciones de fuerza entre el Norte y el Sur se manifiesta en la imposibilidad de llevar adelante guerras “coloniales” triunfantes (Irak, Libia, Siria, Afganistán, etc.), así como en la persistencia y la fuerza de los flujos migratorios impulsados por modos de subjetivación que las revoluciones anticoloniales han sedimentado.
Pero el cambio más impactante es geopolítico y económico. La derrota afgana abre definitivamente la vía al poderoso ascenso de China, que indudablemente llevó adelante la guerra anticolonial más importante del siglo XX. Aun bajo la forma del “capitalismo político” de Estado (“la economía socialista de mercado”, como la llaman los chinos –¡un gran oxímoron!–), y aunque este represente el desenlace menos feliz para el siglo de las revoluciones, la inversión entre Norte y Sur, impensable hasta hace poco, está en marcha. Una inversión sumamente paradójica, ya que fue llevada a cabo con las mismas armas del capitalismo, y en el momento en que este atraviesa una larga agonía, propia de las convulsiones más letales. ¿Podrá el capitalismo sobrevivir a sí mismo y reproducirse –último subterfugio de la Historia– gracias a China? ¿O China se verá obligada a abandonar el modelo económico por el que optó a finales de los años setenta ante el riesgo de derrumbarse ella también con el capitalismo? Porque no podemos imaginar el modo en que la perspectiva manifiesta de un (muy relativo) Welfare (absolutamente) autoritario y de un nuevo capitalismo de Estado “reverdecido” por su presencia en los mercados podría cambiar la situación. Es el capitalismo el que se ha vuelto objetivamente imposible a corto plazo: su racionalidad irracional ya no puede desplazar indefinidamente los “límites” de la vida y de quienes viven. Lo real del Capital es ahora lo imposible puesto en presente, o en el presentismo de nuestras vidas. Esto significa que el sentido constitutivo y ontológico de la “crisis” está detrás de nosotros, con todo el arsenal histórico-dialéctico de la vieja Europa (parafraseando a Hegel). Todo transcurre como si el futuro de la coexistencia de lo positivo y lo negativo en el terreno de la inmanencia, que debía llenarse liberando lo positivo (de las fuerzas productivas) de lo negativo (de las relaciones de producción), ya hubiera pasado. La teleología afirmacionista de la “tendencia” efectivamente pasó, con el “desarrollo” de otro tiempo, en futuro pasado.
La inversión entre Norte y Sur, impensable hasta hace poco, está en marcha.
Después de haber ignorado durante mucho tiempo el alcance de las revoluciones del siglo XX a causa a su “tercermundismo” –que sin embargo atacaban de raíz las divisiones estructurantes del capitalismo– los “blancos” ahora parecen haber comprendido perfectamente, y sin retorno, de qué se trata. Recurso imposible, el racismo ya no es conquistador, expansivo, colonialista en acto, sino temeroso, reactivo, y está aterrado por el fin del privilegio blanco. Un racismo del resentimiento, que no tiene reparos en descargar su pasión negadora, promovida en Europa por la mayoría de los poderes establecidos. Atormentado por el trumpismo, Estados Unidos demuestra que el supremacismo blanco del “último hombre” no será menos agresivo, peligroso y aniquilador para sus “otros” que su versión imperial. De más está decir que, en todas partes, los “valores” del patriarcado sirven de nexo.
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La “doctrina Monroe” y el “consenso de Washington” parecen haber sido enterrados demasiado pronto, si consideramos que la voluntad de recuperar el control de América Latina por parte de EE.UU. nunca se debilitó. Con una puesta en escena (pour la galerie) digna de una telenovela, el golpe de Estado contra el Partido de los Trabajadores de Lula fue la forma más acabada de esta “voluntad de potencia” y de control político sobre el continente que contradice la hipótesis en boga de un interregno posimperial. Se puede pensar lo que se quiera de la política reformista llevada adelante por el PT, acompañada de la financierización del conjunto de la sociedad, hasta el cortocircuito de la “primavera” de 2013, que culmina con la criminalización del social movilizado contra el aumento del transporte público y contra la organización del Mundial de fútbol; lo que ya no se puede es poner en duda que los jueces y magistrados que llevaron adelante las investigaciones del “Lava Jato” (dirigido contra la corrupción del gobierno) fueron formados, instruidos y aconsejados paso a paso por el Departamento de Justicia de los Estados Unidos. La operación dejó abierta la vía para la elección del fascista Bolsonaro y la implementación de un gobierno bajo el cual los militares retoman la cantinela de una “economía libre” y de un “Estado fuerte” (o “autoritario”) que en la Alemania de comienzos de 1930 dio origen al neoliberalismo:[4] se trataba por entonces de terminar con la República de Weimar y con lo que quedaba de una política social enraizada en la revolución de 1918-1919 contrarrestando la conflictividad a través del miedo y aniquilando la lucha de clases a través de la represión. No hay idea de plan de subvenciones de capital justificado por un “estado de emergencia económica” y llevado adelante por un “extremo centro” (el Centrão, en buen portugués do Brasil) que no recuerde la situación actual. El despliegue del neoliberalismo se funde –como no podía ser de otro modo– en la versión militar y policial de la aceleración económico-financiera: aún hoy, en el Norte, es la clave del “al mismo tiempo” macroniano, [5] que triunfó sobre la revuelta de los chalecos amarillos dándole un giro adicional a la concentración de la “decisión” en manos del ejecutivo. La primera decisión consistía en dirimir (y en poder dirimir gracias a aquel régimen presidencial reclamado a gritos por Bolsonaro), a lo Carl Schmitt, entre amigos y enemigos del Capital. Lo que vemos emerger, por lo tanto, no es una degeneración monstruosa del capitalismo tardío y de la democracia liberal, o lo que Gramsci podría denominar “cesarismo regresivo”, ya que la guerra civil y el fascismo, el fascismo y su militarización del socius que permite ganar la guerra civil estuvieron en la base misma del estado de emergencia de las políticas neoliberales en su empresa de disociación entre “democracia” y “liberalismo” reales.
El Chile de Pinochet solo pudo ser utilizado como “laboratorio” por los Chicago Boys una vez que se le puso fin con el Plan Cóndor a la ola revolucionaria de América Latina de principios de los años setenta. Esto es exactamente lo que expresó Hayek, el autor de la gran mistificación que es Camino de servidumbre (“raíces socialistas del nazismo” obligan, “el Camino de la Libertad sería de hecho la Vía de la Esclavitud”…), en una entrevista concedida el 12 de abril de 1981 al tristemente célebre diario El Mercurio. Aunque declara oponerse a la dictadura “en cuanto institución de larga duración”, admite que esta puede resultar necesaria durante un “período de transición”. Lo que viene a continuación es la clave de la naturaleza de aquella “transición”. Si “en una democracia se puede gobernar sin respetar los principios del liberalismo” (como Allende), también por el contrario “un dictador puede gobernar en forma liberal” (como Pinochet), es decir, según los intereses bien entendidos de la libre empresa y la propiedad privada.[6] Hayek termina afirmando su “preferencia personal por un dictador liberal antes que por un gobierno democrático sin liberalismo”, aunque eso implique “sacrificar temporalmente la democracia antes que la libertad”, a saber, ¡la libertad económica! En pocas palabras, la Rule of law y la “norma” democrática pueden (y deben) suspenderse del modo más “autoritario” posible, pero “temporalmente”, por el tiempo necesario para restablecer el poder de los poseedores. Para que el mercado pueda funcionar como una computadora, siguiendo el mitema tecno que reemplazó la leyenda del laissez-faire con el que rompe el neoliberalismo según las modalidades schmittianas recuperadas por Hayek (e ignoradas por Foucault), es necesario eliminar previamente todo lo que podría obstaculizar su funcionamiento. Y para ello, concluye con sobriedad el buen profesor Hayek, “a veces, puede ser necesario para un país tener, durante algún tiempo, una forma de poder dictatorial”. Una vez que el orden se restablece y la situación se normaliza (bajo el mando estadounidense), la gubernamentalidad neoliberal y la biopolítica que la sostiene con su corolario tanatopolítico convertido en “terapia de choque” pueden actuar con eficacia sobre las subjetividades, porque se trata de subjetividades “derrotadas”. En efecto, solo una vez que se restablecen por la fuerza las jerarquías del mercado y las divisiones de clase es cuando puede ejercerse la gubernamentalidad que describe Foucault en Nacimiento de la biopolítica, retomando extrañamente por su cuenta el revisionismo neoliberal practicado por los interesados al término de la Segunda Guerra Mundial. Lo cual, sin duda, también lo obliga a guardar silencio sobre el episodio chileno, y su apoyo thatcheriano a una temible micropolítica local de privatización. No obstante, aquí y allá, se trata de garantizar la captura de la subjetividad de los vencidos, para poder transformarlos en “emprendedores de sí mismos”, es decir, en “capital humano”.
Porque el objetivo del Capital siempre es la toma del poder continuada, la “guerra de conquista” (o la guerra civil) es la condición de existencia política del capitalismo en cuanto dispositivo de constitución de clases. Hace falta nada menos que la guerra, y la guerra luego prolongada a través de las normas, las instituciones, la producción y el consumo, para realizar una distribución tan violenta del poder, expropiado a unos y concentrado por otros, que se repetirá con cada cambio de régimen de acumulación. La última gran apropiación/distribución del poder y de la riqueza que reasignó lugares y funciones a las clases derrotadas fue la contrarrevolución mundial de los años setenta, hipócritamente denominada “globalización”. El golpe de Estado de 1973 en Chile es a la vez un modelo 1) de reapropiación del monopolio del poder amenazado por la “revolución”, 2) de destrucción criminal de la acción colectiva de los oprimidos, 3) de transformación de los vencidos en gobernados por la acción de las normas neoliberales.
Hace falta nada menos que la guerra, y la guerra luego prolongada a través de las normas, las instituciones, la producción y el consumo, para realizar una distribución tan violenta del poder.
Desde la Primera Guerra Mundial, y en forma cada vez más contundente, como lo señalamos en nuestro libro, las grandes oposiciones dialécticas entre guerra y paz, violencia y norma, crisis y desarrollo, crecimiento y catástrofe, normalidad y excepción… ya no tienen realmente vigencia. La violencia fundadora y la violencia conservadora no son consecutivas, sino que operan “al mismo tiempo”. Del mismo modo, mal que le pese a Agamben, el “estado de excepción” ya no tiene nada de excepcional: bajo la forma –en principio circunstancial (atentados o pandemia)– del “estado de emergencia”, se ha convertido en una modalidad “normalizada” de la gubernamentalidad. Las nuevas formas de fascismo que vemos emerger en todas partes se desarrollan desde el interior de las instituciones “democráticas”, y no (dentro de ni) contra estas. Revelan a la vez continuidades y discontinuidades respecto de los fascismos históricos. El fascismo de los cincuenta tonos de gris es definitivamente una de las modalidades de la gubernamentalidad.
Con su fascismo de mercado (los agronegocios) y el peligro de una guerra civil abierta, alimentada por Bolsonaro y los militares y milicianos que lo respaldan, Brasil repite la escena originaria del neoliberalismo desde la perspectiva de la clase empresarial: Hitler antes que la República de Weimar, Pinochet antes que Allende, y entonces, dadas las circunstancias, y como no todo es lo mismo… Bolsonaro antes que Lula… Pero la salida, más allá de la creciente división de la clase dirigente respecto del bolsonarismo, puede ser muy diferente, ya que la situación cambió singularmente: ya no vivimos en el mundo de la crisis, sino en la globalización de la catástrofe. Ya no es, detrás de nosotros, la aterradora Hiroshima mon amour, sino, frente a nosotros, la inhabitable Amazonia, meu amor impossível. La transformación en las relaciones de fuerzas entre Norte y Sur, en efecto, no es más que el preludio a la revelación de dimensión planetaria o cósmica del carácter insostenible e inviable del capitalismo, que fracasa en producir y reproducir la condición misma de su existencia, a saber, la globalización.
¿Los “expertos” acaso no nos hablan hoy de “desmundialización”? Fue más seria y preocupante Rosa Luxemburgo cuando sostuvo que la tendencia del capital hacia su mundialización se rompía por su propia incapacidad para ser esa “forma mundial de la producción”. Y explica: “El incremento de la productividad del trabajo […] encierra la utilización ilimitada de todas las materias y condiciones que la tierra pone a nuestra disposición, y está ligado a ella. […] En su impulso hacia la apropiación de fuerzas productivas para fines de explotación, el capital recorre el mundo entero; saca medios de producción de todos los rincones de la Tierra; tomándolos o adquiriéndolos de todos los grados de cultura y formas sociales. […] Necesita como mercados capas sociales no capitalistas para colocar su plusvalía. Ellas constituyen a su vez fuentes de adquisición de sus medios de producción, y son reservas de obreros para su sistema asalariado”. Pero a la vez, en el momento de su globalización, el capital “tiende […] a eliminar a todas las otras formas económicas; que no tolera la coexistencia de ninguna otra. Pero es también la primera que no puede existir sola, sin otras formas económicas de qué alimentarse”,[7] y que destruye los demás entornos, humanos y no humanos. Es el motivo por el cual estas “contradicciones”, que ya volvían imposible la subordinación de cada relación social a la racionalización capitalista al romper la supuesta universalidad de la “subsunción real”, hoy impiden la continuación de las “guerras de conquista” del capital por esos otros medios movilizados por la “paz” de la producción y del consumo. Lo que resulta insostenible, en efecto, desde adentro y desde afuera, son los medios de aquella “paz” que pretende integrar a los vencidos al mundo del trabajo y de las mercancías: la paz del homo œconomicus, de “aquel que acepta la realidad” modulando en consecuencia su conducta según el principio de una “asignación óptima de sus recursos” (Gary Becker), y que era por tanto eminentemente gobernable (según el comentario foucaultiano, que no llegaremos a contradecir en este punto, aunque olvida las condiciones de esa normación). Al ganar la ingobernabilidad del capital, entramos en una era de radicalización de los conflictos y de multiplicación de todo tipo de guerras. Su resolución es tan poco previsible y la catástrofe es tan amenazante que los escenarios que se abren requieren evidentemente de nuevos instrumentos, entre los cuales se incluye el “despertar”, aún tímido, de la revuelta y de la insurrección en el Sur global contra todos los planes de recolonización que pretenden imponer la máxima concentración del poder y de las riquezas. En Brasil, como en cualquier otra parte, debemos por lo tanto abstenernos de subestimar las fuerzas del “bolsonarismo” mientras esperamos, con los ojos puestos en las encuestas, las próximas elecciones.
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Los dos ciclos de movilización de 2011 y de 2019-2021, interrumpidos por la represión y la contrarrevolución, nos invitan a recuperar el saber estratégico de las revoluciones. Cuando los oprimidos reanudan con formas de acción colectiva, la revolución, tímidamente al comienzo, y sin duda confusamente, vuelve a poblar el horizonte con sus discursos y sus acciones. Exaltada en América Latina por la movilización indígena y feminista, la memoria de las luchas y de los combates, que había sido borrada durante los años de sumisión a la lógica de la gubernamentalidad, resurge a escala mundial luego del derrumbe financiero sistémico de 2008.
En Chile, los cantos y eslóganes de la época de Allende, silenciados por los asesinatos masivos, resuenan nuevamente. En el presente de las luchas comunitarias por la tierra, enaltecidas por el devenir-clase de las mujeres, las grandes manifestaciones de 2019 lograron reactivar la tradición revolucionaria y prolongarla en un proceso “constituyente” que se opone término por término a la “Constitución de la Libertad” de 1980, de inspiración profundamente hayekiana. ¿O acaso el premio Nobel de Economía 1974 no había contribuido en darle su marco ideológico al revestimiento institucional de la dictadura[8] adoptado, sin ruptura, por los sucesivos “gobiernos democráticos” que continuaron y consolidaron la política neoliberal más normativa?
Y como las mismas causas producen los mismos efectos, Colombia, a su vez, no tarda en encenderse luego del primer Paro Nacional de noviembre y diciembre de 2019. Ya en plena pandemia, en 2021, cuando el porcentaje de la población por debajo de la línea de pobreza pasó del 33 al 42 por ciento, los levantamientos populares se extienden por todo el país contra la reforma fiscal de un gobierno de extrema derecha que recurre a los métodos de una dictadura paramilitar, al servicio de un narco-Estado. Antes de ser sofocado por una represión extrema que impidió una salida por la vía del referéndum como en Chile, el movimiento no dejó de movilizarse contra las violencias sexistas y los feminicidios en las ciudades y en las zonas rurales, donde la Minga Indígena (del quechua Minka, “trabajo colectivo”) está muy presente. En Colombia, a pesar del retiro del proyecto de reforma fiscal, como ocurrió un año antes en Ecuador, y con la amenaza de declaración de estado de conmoción interior, se sueña con la revolución constituyente chilena. También se mide la distancia con las “utopías reales” de la experiencia zapatista, del levantamiento armado al proceso de construcción de la autonomía en las zonas rebeldes donde la máquina de guerra de un “nosotros” que disocia la revolución de la “toma del poder” estatal ha podido y ha sabido resistir.
Otro gran foco de insurrección y de insubordinación, el África del Norte de las primaveras árabes, que, para oponerse a los regímenes autoritarios instaurados luego de la descolonización, reivindican las revoluciones que les han precedido. Es el caso en Irak donde, en la plaza Tahrir, ocupada por los insurgentes, un monumento a la libertad celebra la revolución de 1958 de los “oficiales libres” contra la monarquía. En Argelia, el Hirak organiza una manifestación el 1º de noviembre de 2019 para celebrar el día del estallido de la insurrección armada contra la colonización francesa que duró casi un siglo y medio. Incluso en Francia, un reconocido politólogo explica que el movimiento de los chalecos amarillos hizo resurgir en la opinión y en los medios televisivos el imaginario de la lucha de clase. Pero lo más justo sería evocar la realidad de las luchas de clases en plural, un plural que también es el de sus tan complejos y necesarios cruces de “género” y “raza”, constitutivos de un nuevo concepto de “clase”. Porque este es efectivamente el generador de un nuevo concepto de “revolución”, no tanto como continuación sino como relanzamiento de la cuestión de la organización en su punto, en el mismo momento en que debemos ejercitarnos en repensar este proceso de “producción de subjetividad” bastante idealizado por el pensamiento del 68, y profundamente pacificado en la sustitución de lo “normativo” por las luchas de clases llevada adelante por Foucault (y por esa parte del feminismo que hizo suya la posmodernidad reivindicada por la mayoría de los estudios poscoloniales).
En una comunicación personal con uno de nosotros, un amigo chileno se refería en estos términos a la insurrección de 2019: “La revuelta activó una potencia crítica mayor. Su carácter ha sido fundamentalmente micropolítico. En definitiva, una producción deseante”. Podemos recordar aquí que los agentes de la contrarrevolución colombiana definían la naturaleza de los levantamientos que sacudieron el país como una “revolución molecular disipada”, según el sintagma arriesgado por Alexis López Tapia (un chileno cercano al nazismo, partidario de Pinochet) y que se estudia en las academias de la policía nacional.[9] El inventor del concepto original era absolutamente consciente de los límites de la acción política centrada exclusivamente en la micropolítica. Hasta en sus últimas entrevistas, Guattari intenta mantener unidas las dos revoluciones (micro/macro, “molecular” y “molar”) problematizando la necesidad de articularlas e insistiendo sobre el rol estratégico que el Sur global está llamado a desempeñar: “Espero, en un sueño utópico, que algunos medios de recomposición de la subjetividad nos lleguen del Sur, […] que ha conservado focos de heterogénesis subjetiva mucho más intensos. […] Tal vez desde allí nos lleguen también recomposiciones […] más militantes, para torcer las relaciones de fuerza, para transformar las relaciones internacionales, para crear otras vías de resolución y no solamente conflictos económicos”.[10] Espero, en un sueño utópico… El problema es que, al alejarse 1968, el “corte leninista” repensado por Guattari desde una nueva radicalidad, a la vez crítica y clínica del “corte subjetivo” que desbarató la historia (aquel “momento en que la historia ya no funciona”), en cuanto “ruptura, revolución, llamado a una reorientación radical […], surgimiento de grupos-sujetos, […] de agentes colectivos de enunciación, […] innovación institucional”,[11] se transforma en “corte estético” (un “nuevo paradigma estético”), mientras que el proceso revolucionario, enunciado con Deleuze en “devenir-revolucionario” –para no volver a caer demasiado pronto en la Historia, que también es la larga historia de las revoluciones traicionadas–, se transforma en una “procesualidad creativa”. Podemos afirmar que esta requiere una “refundación de las praxis políticas” en una “verdadera ecología de lo virtual”,[12] pero ya no sabemos bien cuáles son las condiciones de actualización de una “máquina de guerra” capaz de oponerse a aquella, hiperreal, del “Capitalismo Mundial Integrado” que nos está desintegrando… al desintegrarse.
Evidentemente, nos corresponde reinventar un nuevo contenido y otro concepto de clase para estas “recomposiciones subjetivas”. También tendremos que restituir la práctica teórica de una negación no dialéctica para estas diferencias, con el fin de redesplegar, en el imperativo presente más estratégico, los elementos centrales de Guerras y capital y de Guerras y revolución, nuestro segundo volumen, que llevará por subtítulo Diferencia y negación y tendrá el propósito de confrontar el sujeto imprevisto de la revolución con el imposible del Capital.
París, noviembre 2021.
Traducción: Manuela Valdivia.
[1] “Toda la posguerra es crisis”, escribía Gramsci en uno de sus Cuadernos de la cárcel en marzo de 1933. Esto le haría poner entre comillas la “crisis actual”.
[2] Se le reconoce a Léon Daudet haber definido en 1918 el concepto de guerra total como “la extensión de la lucha […] al ámbito político, económico, comercial, industrial, intelectual, jurídico y financiero” (Léon Daudet, La Guerre totale, París, Nouvelle Librairie Nationale, 1918, p. 8).
[3] Véase Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, Cuaderno 1 (XVI), 1929-1930.
[4] Véase Alexander Rüstow, “Freie Wirtschaft – Starker Staat. Die staatpolitischen Voraussetzungen des wirtschaftspolitischen Liberalismus” [1932]. Aquel texto fue considerado el nacimiento del ordoliberalismo. El mes siguiente, Carl Schmitt aborda “desde el punto de vista del Estado […], la cuestión del ‘Estado fuerte y la economía sana’” ante un auditorio conformado por los dirigentes empresariales que precipitarían la llegada de Hitler a la cancillería. El discurso de Carl Schmitt que lleva ese título (“Estado fuerte y economía sana”) fue retomado en francés en Carl Schmitt, Hermann Heller, Du libéralisme autoritaire, traducción y presentación de Grégoire Chamayou, París, Zones – La Découverte, 2020.
[5] Emmanuel Macron hizo de esta expresión su marca distintiva durante la campaña presidencial francesa de 2017, que ganó. Él mismo explica que se trata de “incorporar principios que parecen opuestos”. ¡No se diga más!
[6] Hayek, como podemos imaginarlo, era sin duda muy minucioso sobre este punto: “No es en modo alguno suficiente que la ley reconozca el principio de la propiedad privada y de la libertad de contrato [como ocurrió en el Chile de Allende]; mucho depende de la definición precisa del derecho de propiedad, según se aplique a […] las leyes sobre sociedades anónimas y patentes”, véase F. A. Hayek, Camino de servidumbre [1944], Madrid, Alianza, traducción de José Vergara, 1978, pp. 68-69. La cuestión de las vacunas contra la pandemia le confiere una actualidad dramática a estas “patentes” defendidas con éxito por los grandes laboratorios (y el conjunto de los Estados miembros de la Unión Europea) contra las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud.
[7] Rosa Luxemburgo, La acumulación del capital, disponible en https://www.marxists.org/espanol/luxem/1913/1913-lal-acumulacion-del-capital.pdf
[8] Al regresar de un primer viaje a Chile en 1977, Hayek le hizo llegar a Pinochet, con quien se había reunido a pedido de suyo, una copia del capítulo “The Model Constitution”, extraído de su libro Law, Constitution and Liberty (tres volúmenes, 1973-1979). El título que se le dio a la constitución chilena –“Constitución de la Libertad”– retoma de facto el título del libro publicado por Hayek en 1960.
[9] https://colegiodecoroneles.com/revolucion-molecular-disipada-explicacion-sociopolitica-de-nuestra-violencia-urbana/
[10] Félix Guattari, ¿Qué es la ecosofía? Textos presentados y agenciados por Stéphane Nadaud, Buenos Aires, Cactus, traducción de Pablo Ires, 2015, p 353.
[11] Félix Guattari, “La causalidad, la subjetividad y la historia”, en Psicoanálisis y transversalidad. Crítica psicoanalítica de las instituciones, Buenos Aires, Siglo XXI, traducción de Fernando Hugo Azcurra, 1976, p. 205.
[12] Félix Guattari, Caosmosis, Buenos Aires, Manantial, traducción de Irene Agoff, 1996, p. 147.