I.
Partamos de una constatación: el mundo está en guerra. La tercera guerra mundial, dicen muchos; la cuarta, según la conocida caracterización del Subcomandante Marcos, que distingue las guerras totales actuales de las dos guerras mundiales y de la guerra fría. En todas se conquistan territorios, se destruyen enemigos y se administran los territorios conquistados. Pero en la guerra total actual, ante la catástrofe, no parece haber margen para espectadores o neutrales. Una guerra de destrucción en la que no hay un afuera. Mejor aceptar el sabio consejo de Zaratustra y agenciarse un arco y flechas: sólo con la victoria es posible conseguir la paz.
Una paz que nunca es anterior a la guerra, al punto que se vuelve difícil pensar las relaciones de poder –la política– por fuera del modelo de la guerra. La política es una continuidad de la guerra, pero de la guerra colonial, de conquista y sometimiento, que no conoce la paz del contrato, la del acuerdo, la del consenso como supuesto fundante de un orden social. Detrás, y dentro, de todo orden social hay fuerzas en conflicto. Detrás, y dentro, de toda paz, una derrota cristalizada. La guerra –podría sintetizar Michel Foucault– no es más que el punto de máxima tensión de esas relaciones de fuerza, una trama de cuerpos, de casos y de pasiones sobre el que se monta una “racionalidad” que quiere apaciguar la guerra perpetuando la correlación de fuerzas.
En este marco, tomamos como punto de partida para estructurar el recorrido –y al mismo tiempo para abrir un primer problema-pregunta política– la noción de guerra tal como la entienden, por un lado, Silvia Federici y, por otro, Maurizio Lazzarato y Eric Alliez. Para todxs ellxs, adelantamos, la guerra y la violencia son inherentes, constitutivas del capitalismo, al punto que acaban configurando la matriz de su expansión y animan su funcionamiento.
Concretamente: desde su origen, con los cercamientos de tierras comunales y la conquista del “nuevo mundo”, el estado de guerra es una constante del capital. En un doble proceso de colonización, interna y externa, las guerras se vuelven fundamento y principio organizador de la sociedad, incluso más allá de los enfrentamientos bélicos abiertos, de manera tal que en nada se distingue de la economía y la política.
II.
En la constelación conceptual de Silvia Federici, la noción de guerra es central dado que encuentra allí el motor de despegue y expansión del capitalismo, desde su origen hasta el presente. En los siglo XV y XVI, las guerras de acumulación (originaria) producen, escribe Federici citando a Marx, las condiciones para el desarrollo del capitalismo; un proceso internacional de despojo y expulsión de los campesinos de sus tierras, de cercamientos y privatización de espacios comunes, que empobreció brutalmente a la clase trabajadora. Pero no es la única guerra que desata el capital en ese momento: la caza de brujas da inicio a la era moderna (1450-1750) al comenzar una verdadera guerra contra las mujeres que produjo la muerte de miles de mujeres en Europa y en América.
El estudio de la caza de brujas permite desarmar la idea de que en algún momento de la historia el capitalismo fue motor de progreso social. Así como los pueblos de África, Asia, América Latina y América del Norte fueron esclavizados y expropiados de sus tierras, las “brujas europeas” de los siglos XVI y XVII sufrieron el despojo de sus tierras comunales en la misma época. Estas mujeres experimentaron el hambre provocado por la introducción de los cultivos comerciales y su resistencia fue la excusa para acusarlas de haber hecho un pacto con el diablo. Pero no fueron simplemente víctimas. Desarrollaron estrategias contra la exclusión y el empobrecimiento que también fueron castigadas.
El estudio de la caza de brujas permite desarmar la idea de que en algún momento de la historia el capitalismo fue motor de progreso social.
La persecución incluía un intento de degradarlas, demonizarlas y destruir su poder social a fin de quebrar el control que las mujeres ejercían sobre sus cuerpos y su reproducción, lo que representaba un desafío a la estructura de poder.
Con la caza de brujas no sólo se buscó disciplinar a las mujeres que resistieron el despojo de sus tierras y el confinamiento doméstico. También se desarmó un mundo de prácticas y creencias que habían caracterizado a la Europa rural precapitalista, que habían sido consideradas improductivas y potencialmente peligrosas para el nuevo orden económico, como el uso de plantas medicinales, las prácticas de las mujeres curanderas y parteras o el uso de la magia para encontrar objetos perdidos, adivinar el futuro u obtener el amor de una persona. Esto les otorgaba a las mujeres, y a ciertas mujeres, un lugar de mucho poder en la comunidad, y era necesario desarticularlo. En ese sentido, es preciso pensar el cercamiento y la apropiación como un fenómeno que abarca no solo la tierra sino también a los cuerpos, a los saberes, a las relaciones y a los vínculos con la naturaleza.
III.
Especial atención prestará Silvia Federici a la “nueva ola” de acumulación originaria que desde la década del 1970 ataca con ferocidad las formas de reproducción social. Durante las siguientes dos décadas, la sucesión de intervenciones militares norteamericanas evidencian que la guerra está en la agenda global como parte de una violenta fase de expansión capitalista que requiere la destrucción de cualquier actividad económica que no esté subordinada a la lógica de la acumulación capitalista. Se trata –dice la autora alineada con el subcomandante insurgente mexicano– de una Cuarta Guerra Mundial, que combina guerra militar y guerra financiera.
La autora de Calibán y la Bruja lee este proceso desde Nigeria, país al que a finales de los setenta se había trasladado junto a su compañero George Caffentzis. En África, desde los años ochenta, el Banco Mundial y FMI impulsaron políticas de ajuste estructural que facilitaron el avance del capital multinacional y el desarrollo de un continuo estado de guerra. La guerra por la tierra y los comunes está en la base del neoliberalismo y sus planes de ajuste estructural.
Entre las reformas exigidas por los organismos de crédito se encuentra la privatización de tierras (es decir, la abolición de la propiedad comunal de las mismas), la liberalización del comercio, la desregulación de la transacción en divisas, la reducción del sector público, el desfinanciamiento de los servicios sociales. Naturalmente, este paquete de medidas produjo el colapso de las economías locales, con el consecuente y brutal empobrecimiento de la mayor parte de la población, a la que apenas le quedaba luchar por su supervivencia. La matriz económica de la mayoría de los países africanos se reprimarizó y, como en el periodo colonial, volvió a centrarse en la extracción de mineral y en la agricultura orientada a la exportación.
Esta dinámica destructiva creó una “economía de saqueo”, que genera las condiciones para que exploten violentas rivalidades entre diferentes facciones de la clase dominante africana. Al mismo tiempo, la desregulación de la actividad bancaria y de la transacción de divisas impulsó el comercio de drogas, con la consecuente formación de guerrillas privadas. La guerra se vuelve explícita y generalizada, a la vez causa y consecuencia del cambio económico. Una guerra contra las comunidades que aleja a la gente de sus tierras y las pone al servicio de la explotación del mercado mundial. La guerra como conquista de los territorios, como destrucción del enemigo –de las comunidades y, en particular, de las mujeres– y como la administración de los territorios conquistados y de las vidas de quienes los habitan.
IV.
La deuda es para Silvia Federici –como lo será también para Maurizio Lazzarato y para Verónica Gago– una forma de conquista y de administración de los territorios, de los recursos y de las vidas.
Desde los tiempos coloniales, dice la autora de Calibán y la Bruja, la deuda fue un arma de esclavitud y despojo, un mecanismo de captura del tiempo de acumulación de riquezas y una forma de control social. Pero en los años 70, la deuda comenzó a ser parte de la reorganización de la economía global, del neoliberalismo. En un contexto de revuelta y descolonización de los países del sur los préstamos se convirtieron artificialmente en un mecanismo de sujeción vía cobro de intereses y en un límite para el desarrollo de los servicios sociales, una excusa para privatizarlos: el ajuste estructural y la recolonización de las economías. Se creó una economía de la deuda con más explotación del trabajo y de la riqueza natural –el extractivismo funciona como base de la deuda al forzar a los países a vender sus recursos para conseguir dólares para pagar la deuda–. Esto respecto de la deuda pública. Pero al mismo tiempo se desplegaron mecanismos para incentivar la deuda privada, a causa del aumento en los precios de la propiedad y de los alquileres, la precarización laboral, la multiplicación del desempleo, la inducida deficiencia de los servicios públicos (como operación para su posterior privatización) y el incremento de los precios de los alimentos.
De la deuda privada a la “inclusión financiera”, el desplazamiento evidencia un mecanismo que hace la guerra especialmente contra los cuerpos de las mujeres, en tanto son responsables de la reproducción de la comunidad.
V.
En una línea muy similar, Maurizio Lazzarato y Eric Alliez han dedicado sus últimas investigaciones a analizar el modo en que, junto con la moneda, la guerra civil es una de las principales estrategias del capital. “La moneda es una continuación de la guerra civil por otros medios”, sostienen. Política, economía y guerra mantienen una continuidad evidente: la violencia –originaria y continua– está en el fundamento mismo del capitalismo. Desde esta perspectiva, la economía –y, sobre todo, el crédito– es una política de guerra del capital, que encuentra en las armas su razón última. Una guerra civil que cobra la forma de “acumulación originaria”, matriz mediante la que, no sin violencia, el capital se recrea una y otra vez.
Este proceso, por el cual capital, Estado y guerra se coproducen, tiene una historia cuyo comienzo Lazzarato y Alliez sitúan en la conquista de América y las enclosures (cercamientos) en las islas británicas. Es decir, lo que Marx denominó “acumulación originaria”. Esta operación les permite comprender el estatuto moderno de la guerra (y de la economía y la política) no mediante la guerra interestatal, sino mediante muchas otras guerras, de naturalezas heterogéneas, con diversos contendientes, objetivos y resultados: guerras coloniales y de razas, guerras por el control de los territorios y sus recursos; guerras contra los pobres, por el control minucioso del tiempo y los ritmos del trabajo (que se vuelve un imperativo de la explotación); guerras contra las mujeres por el control de sus cuerpos y de la reproducción; guerras de subjetividades por el control de las conductas y expectativas de los individuos. Desde la transición del feudalismo al capitalismo en adelante, afirman Lazzarato y Alliez, la producción de subjetividad es la primera de las producciones capitalistas, o en todo caso, uno de sus campos de batalla fundamentales.
VI.
Lazzarato y Alliez se detienen en particular en las transformaciones que trajo la Primera Guerra Mundial, la primera guerra estructurada como una industria –cuyos antecedentes fueron los ejércitos napoleónicos, las comunas de París y la Guerra de secesión en Estados Unidos–. La Primera Guerra es el momento decisivo de constitución de la guerra total. El capital se apropia de la guerra, que pasa a ser la matriz o modelo de las relaciones de poder que conforman la sociedad moderna. El Estado se reconfigura a partir del modelo del Ejército, la organización científica del trabajo y la movilización total, acorde al tipo de máquina de guerra –un concepto que Lazzarato y Alliez utilizan de un modo algo diferente a Deleuze y Guattari– que allí se constituye.
Y también en este momento es que el capitalismo se revela como un modo de producción y de destrucción a la vez. Desde que la guerra es total ya no hay discurso de progreso “por el bien de la humanidad” que pueda sostenerse. No hay “crecimiento” sin destrucción: guerra y producción se superponen, se necesitan, se potencian, en el marco de unas guerras totales que transformarán las condiciones de reproducción social hasta subsumir el conjunto de la población en la lógica del capital.
En suma: si en los comienzos de la acumulación originaria, la guerra fue –y, en cierta medida, lo sigue siendo– expedición colonialista y toma de tierras, en el último siglo y medio el capital, consustanciado con el Estado, la transformó, primero, en guerra industrial, en un doble sentido: la industrializó y la convirtió en lucha por la industria. Y, luego, en guerra contra las poblaciones. La guerra, entonces, se capilariza, se moleculariza. El Estado de excepción, de emergencia, de crisis, se vuelve recurrente, continuo; una máquina de control social cuya principal estrategia es la guerra financiera; ofensivas no necesariamente “sangrientas”, pero sí muy violentas (¡un verdadero terrorismo financiero!) que producen crisis e inseguridad y dejan tendales de víctimas.
El capitalismo se revela como un modo de producción y de destrucción a la vez. Desde que la guerra es total ya no hay discurso de progreso “por el bien de la humanidad” que pueda sostenerse.
Desde finales de los años setenta, las guerras se replican y multiplican en diferentes niveles y estratos de la vida. Ya no como grandes guerras coloniales, industriales, soberanistas, sino como guerras fractales: guerra sobre los cuerpos, sobre los territorios, sobre las poblaciones, sobre las instituciones, sobre los vínculos. La guerra dentro y contra las poblaciones es el instrumento de normalización y disciplinamiento de las fuerzas del trabajo precarizadas y globalizadas.
Este desplazamiento de un tipo de guerra a otro también queda expresado en la preposición utilizada: guerra dentro de las poblaciones –y, podríamos arriesgar, guerra dentro de los territorios, dentro de las instituciones, dentro de los cuerpos, dentro de los vínculos–. La axiomática del capital –que implica su capacidad infinita de traducir otros códigos a su principio operativo, que es el de la valorización monetaria– produce un continuum virtual-real entre operaciones económico financieras y una operatividad militar de nuevo tipo que ya no opera exclusivamente en los territorios periféricos o en las fronteras (ya sean las soberanías nacionales, o aquellas que dictamina el Estado de excepción), sino que se disemina por todo el plano social. Podemos seguir llamando neoliberalismo al actual estado de la máquina de guerra del capital a condición, justamente, de que no lo entendamos como la conjuración de la guerra por medio del mercado; ni a la globalización como mecanismo de integración y pacificación en el marco de las instituciones democráticas.
Estas guerras cambian la fisonomía de las instituciones estatales, dando más poder a los ejecutivos por sobre los otros dos poderes. Es decir, un mecanismos de concentración de poder que intenta conjurar la incertidumbre e inestabilidad propiciadas por las lógicas financieras y sus “turbulencias”: a mayor inestabilidad sistémica, mayor necesidad de ejecutivos decisionistas, no necesariamente para mitigar esas inestabilidades, sino también para inducirlas.
Mucho de todo esto ya puede verse en los comienzos del neoliberalismo en América Latina, con la dictadura pinochetista y la del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional en Argentina -en términos locales, será el filósofo León Rozitchner quien pondrá la guerra, la violencia y el terror neoliberal como eje de sus reflexiones sobre los procesos de subjetivación-.
Tal vez, la gran diferencia sea que hoy día la guerra no se da solamente entre un proyecto neoliberal de Estado y una población que lo padece, sino que proliferan las guerras, los actores que las llevan adelante, los ámbitos de la existencia que alcanza. Si asumimos esta epistemología de la guerra como una perspectiva metodológica de investigación y como una clave política, habrá que invertir las causalidades y comprender, en primer lugar, qué tipo de guerras se están librando y, en segundo, qué tipo de instituciones, de territorios, de poblaciones forjan estas guerra fractales del capital.
VII.
En suma: el neoliberalismo es una política de recolonización interna que encuentra en el mercado su justificación y legitimidad y en la guerra, sobre todo financiera, su principal arma. Como respuesta a la violencia con la que las finanzas aterrizan, expolian y despegan de los territorios, las movilizaciones contra las políticas neoliberales han sido constantes.
Lazzarato presta especial atención a la forma que van cobrando las luchas hoy a nivel global y, en especial, a los ciclos de movilizaciones y estallidos que se produjeron luego de la crisis financiera de 2008, sobre todo en 2011 y en 2019/2021; aunque es evidente que este ciclo de estallidos y luchas, de guerras contra el neoliberalismo, se puede extender hasta la Bolivia de las guerras del agua, hasta el 2001 argentino, hasta la sublevación zapatista de 1994 o el Caracazo de 1989. La hipótesis de Lazzarato y Alliez es que el colapso financiero de 2008, y la crisis que desde ese momento se profundiza –entre otras cosas, con el giro autoritario del Estado y el fortalecimiento de las nuevas derechas políticas y sociales–, abre una nueva secuencia posible de guerras y revoluciones. La pregunta clave para las militancias y activismos será qué saberes estratégicos se pueden recuperar de los momentos donde la guerra abierta mide fuerzas y revela verdades.
El primero, y más obvio, podría ser la primacía de las luchas, los conflictos, las relaciones de fuerza en la definición del orden del mundo. “El proceso revolucionario es salto, ruptura no dialéctica del orden de la historia que debe abrirse a la invención y al descubrimiento de algo que no estuviera ya contenido en la dialéctica. La revolución depende del desarrollo del movimiento político, no de las fuerzas productivas”. (¿Te acuerdas de la revolución? p. 133). En suma, no hay destino histórico ni determinismo alguno que no se juegue en el plano de las relaciones de fuerza y de la estrategia política.
Tampoco hay una lucha, o una clase, o un sujeto en particular, sino múltiples luchas, clases, sujetos. Esta multiplicidad impide que sea designado de antemano un sujeto que no preexiste al acontecimiento insurreccional, sino que se constituye en la lucha, y no antes; en la acción, y no antes. El sujeto es una invención política que surge en el “presente” del acontecimiento revolucionario, va a decir Lazzarato. En esa línea, recupera la noción de “sujeto imprevisto”, de Carla Lonzi, para pensar qué fuerzas subjetivas son capaces de actualizar la revolución.
No hay una lucha, o una clase, o un sujeto en particular, sino múltiples luchas, clases, sujetos.
Un saber estratégico, entonces, es asumir que la política está antes del ser y del sujeto, que la distribución del poder entre las clases –que es producto de relaciones de fuerza propias de una guerra de conquista– antecede a la existencia misma de las clases, que la violencia fundadora se repite y garantiza cierta distribución de poder, determinado régimen de dominio, que a su vez es tensionado por estrategias de dominación, que recuperan memoria de las luchas y combates pasados.
A la vez, cómo no advertir que las fuerzas subjetivas que produce la guerra son fuerzas impotentes, fuerzas derrotadas y sometidas al dominio de la deuda. He aquí un tercer saber estratégico. La deuda y la policía como artífices de una guerra de colonización interna, de conquista y sometimiento de las poblaciones en busca de modular sus acciones, sus conductas y deseos. Una guerra de subjetivación que produce y opera sobre –o a través de– las divisiones de clase, de sexo, de raza, de subjetividad.
¿Contra quién es la guerra y qué significa politizarla? Lazzarato se muestra crítico a la idea de reducir la política a la construcción de un sí mismo, a encerrar la producción de subjetividad en una relación consigo misma. La afirmación de sí resulta marginalizada o integrada al funcionamiento del capital si no tiene como base una negación de las condiciones de violencia bajo las que se sostiene, desde su origen, el funcionamiento del mercado. Y sobre todo el contemporáneo, que es un capitalismo oligárquico y rentista que no tiene nada de liberal. Por eso la guerra es contra los monopolios y las finanzas. La financiarización contemporánea absorbe una renta colosal respecto del conjunto de la actividad económica. Y a la vez, la deuda es instrumento de control y de incentivo para el trabajo y la productividad de la inmensa cantidad de empleos precarios, domésticos y migrantes. Penetra en la vida cotidiana de los pobres para organizarla, dirigirla y sujetarla.
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Una versión ampliada de este texto forma parte del Diploma Superior “Mapa de Guerras. El catálogo editorial como producción de conocimiento político-militante” (Tinta Limón y Clacso).
Ilustración: Diego Maxi Posadas