Me mudé de donde crecí en Albuquerque, Nuevo México, a donde nací en la ciudad de Nueva York, a principios de 1958. No fue un viaje simple ni sencillo de ida y vuelta. Yo había escapado de mi hogar familiar —amoroso pero a menudo confuso—, a través de ese matrimonio malo y de corta duración, y mi joven esposo y yo habíamos pasado un año y medio en España. De regreso en Nuevo México, y divorciada, buscaba la siguiente gran aventura.
Dos años antes, en una fiesta en las montañas al este de la ciudad, un evento que tuvo un impacto duradero en mí fue escuchar al pintor Richard Kurman leer “Aullido”, de Allen Ginsberg en voz alta y de principio a fin. Me hipnotizó. Cada palabra encontró resonancia en mí. Desde ese momento supe que quería ser poeta. La poesía me había eludido durante toda mi educación en la escuela pública. Me la habían enseñado mal, pidiéndome que memorizara, en lugar de presentármela como algo que pudiera relacionar con mi propia vida inquieta.
El poema de Ginsberg tampoco estaba relacionado explícitamente con mi vida. Era un escritor brillante y un hombre gay, con una madre con una enfermedad mental agobiada por un trastorno residual de estrés postraumático a raíz del Holocausto judío. Claramente tenía una educación formal muy completa y buscó expandir su conciencia a través de la experimentación con drogas alucinógenas. Yo era una joven provinciana que estaba a punto de reventar con una creatividad incómoda. Las contradicciones de mi familia y el intento de construir máscaras falsas me habían hecho sentir desequilibrada durante mucho tiempo.
Puede que me haya sentido más atraída por la forma en que “Aullido” arremetió contra la hipocresía social de la época, una hipocresía que amenazaba con moldear mi vida de mujer de una manera que sentía pero que aún no podía articular. Por las mentiras que vivió mi familia, y seguramente porque había sido víctima de un incesto infantil por parte de mi abuelo materno, sentí una profunda necesidad de un reconocimiento honesto de toda experiencia. “Aullido” hablaba poderosamente de esa necesidad.
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Lo más importante que se me ocurre ahora decir sobre ese lugar y ese tiempo es que era el comienzo de los años sesenta, seguramente uno de los periodos más creativos, morales, incomprendidos, a menudo deliberadamente trivializados y mal analizados de la historia de Estados Unidos. A menudo me he preguntado si esa mala interpretación no se debe al temor de que la época se repita. Definitivamente podríamos usar actualmente algo de su claridad y creatividad.
Los años sesenta es uno de los periodos más creativos, morales, incomprendidos, trivializados y mal analizados de la historia de Estados Unidos.
En retrospectiva, pienso en esa década —que en mi opinión incluyó el último par de años de los cincuenta y los primeros cinco de los setenta—, como la última vez que recuerdo en que la honestidad parecía una cualidad social positiva. La honestidad y el coraje para defender lo que uno cree, incluso cuando hacerlo puede ser peligroso, hasta fatal. El movimiento por los derechos civiles en el sur cobró muchas vidas jóvenes (tanto de blancos como de negros) y cambió la comprensión de nuestra nación acerca de la igualdad racial. Sus victorias ganadas con tanto esfuerzo llevaron a campañas posteriores por los derechos de los hispanos, los nativos americanos, las mujeres y los homosexuales. Cuando comenzaron los años setenta, las protestas de un gran número de ciudadanos conscientes contribuyeron a poner fin a la larga y cruel guerra de Estados Unidos en Vietnam. Este fue un periodo en el que los jóvenes sintieron que teníamos voz, que podíamos unirnos y hacer que las cosas sucedieran.
La gente común nos creíamos capaz de hacer un cambio social y los artistas de vanguardia no se preguntaban si estaban pintando obras socialmente relevantes, ni los poetas si sus poemas eran “demasiado políticos”. Estas actitudes cambiaron después del macartismo. La caza de brujas de principios a mediados de la década de 1950 había destruido las vidas y carreras de muchos artistas, cineastas, escritores, maestros y otros. Pero salimos de ese periodo conscientes, y luchando. Entendimos la fuerza creativa como algo vital para la vida humana, y algunos de nosotros nos sentimos impelidos a vivir con ella en el centro.
¿Cómo sucedieron los años sesenta, no sólo aquí en los Estados Unidos sino en gran parte del mundo? Los escombros de una Guerra mundial habían dejado al descubierto un horror inimaginable y creado nuevos alineamientos internacionales. Los crímenes de lesa humanidad arraigados en una ideología nacionalista se desencadenaron. Los Juicios de Nuremberg y otros esfuerzos para llevar a los perpetradores ante la justicia mitigaron la culpa inmediata de quienes dieron la espalda y dejaron que las atrocidades sucedieran, pero se necesitaron décadas para que se llevara a cabo una discusión más profunda sobre la responsabilidad. Esa discusión nunca tuvo lugar en el ámbito público más amplio.
En general, los estadounidenses no pudieron o no quisieron comprender las formas en que nuestro gobierno había sido cómplice. Su retórica llegó demasiado tarde y se escondió detrás de un velo de rectitud política. En esa guerra habíamos desatado nuestra propia forma de terror en Dresde, Hiroshima y Nagasaki. Después de eso, reemplazamos nuestro horror hacia el Holocausto con un miedo irracional al comunismo, y cambiamos la política de la Guerra Fría por engaños anteriores. La caza de brujas de McCarthy comenzó a afianzarse. Los artistas y escritores —personas creativas en general— estaban entre los más afectados por su alcance represivo.
Un peso social tan abrumador conduce inevitablemente a la rebelión. Aquí en los Estados Unidos, donde nos enorgullecíamos de ser una nación de leyes, no una “república bananera” donde cualquiera puede ser víctima de tal violencia, comenzamos a experimentar los asesinatos de los líderes revolucionarios Malcolm X, Martin Luther King Jr., Fred Hampton y cientos, si no miles, de jóvenes negros, morenos, nativos americanos y puertorriqueños, así como figuras como John y Robert Kennedy. Las comisiones gubernamentales intentaron convencernos de que sus asesinos actuaron solos, y quienes cuestionaron esa conclusión fueron etiquetados como teóricos de la conspiración: extremistas de izquierda.
Pocos responsables de matar a los pobres o personas de color fueron acusados, y menos aún castigados. El FBI y otras agencias de seguridad estadounidenses lanzaron una vasta guerra encubierta contra cualquiera en este país que intentara provocar un cambio, tanto por medios pacíficos como más desesperados. La operación se llamó COINTELPRO; introdujo agentes en nuestros movimientos, puso a compañeros contra compañeros y dividió a las comunidades. Asesinó impunemente y encarceló a líderes, muchos de los cuales siguen encerrados cuarenta o más años después. Cuando pienso en ese periodo y en el tiempo que vivimos hoy —2018, con un matón egoísta como Donald Trump en la presidencia de los Estados Unidos, la destrucción sistemática de los valores que queremos creer que mantenemos y los grupos de ciudadanos que comienzan a levantarse nuevamente— parece una línea ininterrumpida desde entonces hasta ahora. Seguimos esperando que algún día no tengamos que reinventar la rueda. Pero siempre resulta necesario.
El FBI y otras agencias de seguridad estadounidenses lanzaron una vasta guerra encubierta contra cualquiera en este país que intentara provocar un cambio. Introdujeron agentes en nuestros movimientos, puso a compañeros contra compañeros y dividió a las comunidades.
“Nunca debemos permitir que esto vuelva a suceder”, es la promesa que suena fuerte y claro después de cada tragedia. Pronto, sin embargo, la gente tiende a volver a sus patrones familiares de complicidad oportunista y de cobardía. Mirando los momentos más formativos de mi propia vida, me doy cuenta de que la mayoría no aprendemos mucho leyendo la historia; no es lo que nos impide repetir los errores del pasado. Aprendemos más plenamente de la experiencia personal y, a menos que nosotros mismos hayamos sido víctimas del terror o sobrevivamos al autoritarismo extremo, con demasiada frecuencia permitimos que el comportamiento delictivo y el encubrimiento regresen. Incluso algunos que han sufrido crímenes atroces son capaces de victimizar a otros, como podemos ver en el trato de Israel a los palestinos.
El patriarcado ha sido durante mucho tiempo un caldo de cultivo para el nacionalismo, el racismo y la manipulación social. Sólo necesitamos mirar los milenios de abuso y encubrimiento imperdonable en la Iglesia Católica, los genocidios que hemos conocido en nuestra vida y tantos otros crímenes contra la humanidad que se repiten, de una forma u otra, de generación en generación.
Una década después de mi estancia en Nueva York, el feminismo me enseñaría sobre el poder. A menudo me pregunto acerca de esos momentos en los que lo encubierto se vuelve evidente, aceptable o inevitable para segmentos lo suficientemente grandes de una población como para que el mal adquiera su propio impulso imparable. ¿Cuándo, exactamente, se convirtió el apartheid en la ley nacional en Sudáfrica? ¿Cuándo y cómo se afianzó el nazismo en una nación de “buenos alemanes”? ¿Cómo se volvieron los judíos, que habían sufrido tan atrozmente bajo el nazismo, contra los habitantes palestinos de una tierra que compartían? ¿Cuándo se apoderó la ideología de Pol Pot a Camboya? Si miramos a nuestro alrededor en los Estados Unidos de hoy, las formas en que las mentiras de Trump se han convertido en el discurso gubernamental oficial, cómo sus políticas erosionan muchos de nuestros preciados valores, podemos obtener una comprensión más profunda de esos momentos y el peligro que representan. Y luego, ¿qué sucede cuando el calentamiento global u otros fenómenos científicos se agregan a la ecuación? ¿Acelera ese impulso?