La imaginación, los sueños y la fantasía parecen estar tan lejos de la política que el solo hecho de plantearlos como factores determinantes de su quehacer caería, si no en un despropósito, al menos en un error conceptual: el de mezclar lo irracional con lo lógico, la ficción con los hechos, los sueños con la realidad. Pero, ¿sería entonces una mera casualidad que aquellos deseos y fantasías del mundo liberal y conservador de hace medio siglo, que proyectaba sin tapujos sus ideales de segregación social y racial (verdaderos disparates para el progresismo dominante de aquel entonces), correspondan hoy a nuestra realidad más concreta? ¿No será más bien que, a fin de cuentas, hay ahí un aspecto importante de la racionalidad política, aquel en el que las expresiones culturales y sociales más delirantes o irracionales de una época terminan materializándose a corto y mediano plazo? En este sentido, la política del presente, es decir, la que planifica nuestro porvenir, estaría menos en los lugares recubiertos de un halo de aplomo y seriedad institucional, que en las manifestaciones culturales supuestamente carentes de política, esa suerte de mundo paralelo que nada tendría que ver con la producción de leyes o la administración de un Estado.
Prestar atención al potencial político de los sueños, los deseos y las fantasías más bizarras de nuestro tiempo es el tema central de este libro de Stephen Duncombe. Publicado en el año 2007 (Dream: Re-imagining Progresive Politics in an Age of Fantasy), traducido recientemente al castellano en el 2018 por el Grupo de Investigación en Futuridades (GIF, Rosario, Argentina), las reflexiones de Duncombe en La potencia de los sueños no han perdido prácticamente un ápice de su actualidad. Su objetivo es pensar la “Realpolitik” de nuestra época bajo el signo de una “Dreampolitik” en función de dos indicios mayores: el primero, que la materia real de la política contemporánea no es exclusiva de los lobbys de cafés en las grandes convenciones de partidos o de las reuniones de altas esferas a puertas cerradas; y el segundo, que la diferencia entre el mundo de la política y las expresiones culturales donde circulan sueños y deseos colectivos no es radical, sino gradual. Así, la misma balanza que ponderaría vínculos de poder o astucias diplomáticas en los consejos estratégicos de un Maquiavelo a un soberano de nuestro tiempo, debería contener también manifestaciones políticas tan aparentemente insubstanciales como los espectáculos en la ciudad de Las Vegas, el universo de los videojuegos o el chismoso mundo de las celebridades. Explorar el potencial político de estos polos supuestamente desprovistos de política es la apuesta de este libro.
Curiosamente, según el autor, el actor político más ciego a esta idea ha sido durante muchos años el progresismo[1]. El apego doctrinario del progresismo a la transmisión iluminista de una verdad política o a la revelación intelectual de una emancipación posible ha sido constantemente acompañado por un rechazo repulsivo de aquellos mundos de la cultura donde domina lo vulgar y lo chabacano. Por lo mismo, tiene mucho valor que esta crítica, proveniente de un progresista declarado como es el propio Duncombe, no caiga en un mero rezongo nostálgico por un progresismo ultra. Al contrario, se trata de la introspección autocrítica de un militante e intelectual que advierte el contrasentido de profesar una fe dogmática en la realidad auténtica y en la racionalidad política, pues, como todo dogma, pierde gravedad y flota sin rumbo cuando más cree estar con los pies sobre la tierra. Expresado en una fórmula, el mérito de Duncombe es que, siendo progresista, establezca un programa de estudio sobre aquello que el progresismo tradicionalmente ha menospreciado. Antes que aprender de las teorías –dice el autor–, los progresistas deberían aprender de la práctica de esa política real de los sueños, esto es, de los creadores de espectáculos, de los arquitectos que dan forma a una ciudad, de los diseñadores de videojuegos, de los directores publicitarios.
Aparece así la ciudad de Las Vegas, estigmatizada bajo los signos de la frivolidad y la vanidad, la atracción por los espectáculos y los casinos, exponiendo de modo constante su origen, esto es, el diseño de una ciudad construida y orientada a los deseos de la gente. La cultura comercial germina en la ambigüedad del concepto de “interés público” (esto es, entre el interés común y los intereses privados de cada individuo), bordeando a la vez el grado cero de los planes de salud y seguridad social. Y pese a esto, se trata de una ciudad transparente, pues no vende engaño, sino ilusiones y artificios: visitar la Torre Eiffel, los canales venecianos y las pirámides cruzando un boulevard; o asistir a las peleas brutales de la lucha libre, con bandos, alianzas y amenazas cruzadas, tomando partido por unos u otros. ¿Quién podría confundir estas falsificaciones con la realidad? ¿A quién se le pasaría por la cabeza denunciar su inautenticidad? Y es que la experiencia del pasajero de Las Vegas no es la búsqueda de auténticos originales, sino la fantasía de un lugar donde hacer como si viviera esas realidades. Ahora bien, si es posible construir una urbe entera sobre la base de deseos y fantasías, ¿por qué no dar cabida a otros sueños e ideales, aquellos que hoy se presentan como lo más irreal y utópico de nuestro tiempo? El problema radica, para Duncombe, en que esos sueños, por mucho que aparezcan bajo el estigma utópico de lo imposible, debiesen ser tan atractivos, seductores o fascinantes como las pulsiones libidinales, la ludopatía o la fama que imantan la ciudad de Las Vegas. De ahí la importancia de ofrecer una mirada más profunda sobre el atractivo que generan esos fenómenos culturales, pero no solo desde el exterior, sino también en su forma interna.
En este sentido, el caso de los videojuegos es muy sorprendente. Hablar de GTA (Grand Theft Auto) o de GTA San Andreas resulta actualmente familiar para una joven generación, aunque se trate, al mismo tiempo, de una realidad absolutamente desconocida para otra más añosa. Algunos rezagados llegamos a saber de oídas que se trata de un simple videojuego sin darle otra importancia que la de un mero pasatiempo. Por lo mismo, afirmar que hay una enorme lección política en el mundo de los videojuegos no podría sonar más descabellado. Más aún cuando nos enteramos (los que poco y nada sabíamos al respecto) que la trama del “Gran ladrón de autos” es condenable por donde se la mire. El protagonista del juego es un joven negro, pobre, pandillero, que al volver a su ciudad natal se entera del asesinato de su madre y se propone reunir a su vieja banda delictiva. Ganar es ganar respeto, y esto implica matar, robar, violar. Sin embargo, más allá de la condena a esta violencia anti-social extrema, para Duncombe la clave estará aquí también en el rechazo del progresismo, que vio en este juego un peligro rayano con la violación de tabúes y la destrucción de la sociedad. Y si bien es verdad que GTA sublima energías libidinales, no es menos cierto que representa un tipo de comunidad bastante envidiable en términos políticos, pues el juego logra en la práctica lo que el progresismo pregona de manera abstracta en la teoría. Por un lado, la tipología progresista de un “otro” impersonal (el pueblo, la pobreza, el proletariado, etc.) se traduce en GTA por una identificación con un “otro” determinado (negro, delincuente, asesino), aunque esto sea de un modo virtual. Por el otro lado, en lugar de ofrecerse como intermediario o delegado para la realización de finalidades justas (según el modelo de Greenpeace o de otros activismos que se arrogan la capacidad de acción, poniéndola a distancia de quienes la apoyan con aportes), GTA es un espacio efectivamente participativo y democrático en su práctica, en la medida en que cualquier jugador puede proponer modificaciones directas al juego. A la larga, el mundo modificable del juego, bajo el lema del “espectador como productor”, trasciende a sus creadores originales y a su trama narrativa: “[lo] que se adhiere al jugador no es tanto la historia contada o el protagonista con el que uno se identifica, sino el mundo virtual donde uno se mete a jugar” (p. 108-9). En la posibilidad al alcance de cualquiera de transfigurar el “círculo mágico” del juego, Duncombe reconoce esa idea política aparentemente sencilla de la importancia de los medios, que no obstante tiene la fuerza de voltear el viejo credo sobre la preeminencia de los fines.
Si es posible construir una urbe entera sobre la base de deseos y fantasías, ¿por qué no dar cabida a otros sueños e ideales, aquellos que hoy se presentan como lo más irreal y utópico de nuestro tiempo?
El mundo de la publicidad es, para el autor, otro caso de subestimación progresista de un fenómeno políticamente poderoso, con un potencial interno insospechado. Su forma utópica –en el sentido temporal de este concepto–, revela una promesa falaz de transformación basada en una proyección lineal: la de un sujeto incompleto que puede realizarse gracias a una hamburguesa, una pasta de dientes, una cerveza o un perfume, es decir, a un producto cualquiera. Evidentemente, la promesa es absurda y falsa. Pero intentar demostrar su falsedad, al igual que en las inauténticas ilusiones de Las Vegas, es como dar golpes al aire. Y es que la publicidad nunca pretende ser verdadera. La simpleza de su ecuación (A+B te convierte en C) ya es eficaz en sus premisas asociativas: generar un antes y un después con inmediatez, crear simpatía con un ideal deseable o aun con la publicidad misma, por el humor inteligente o la creatividad con que se presenta. Incluso en el rechazo que nos pueda causar, la publicidad no nos deja indiferentes. Solo basta ligar la promesa de transformación con el medio que la ofrece, para que su tema quede rondando en algún lugar de nuestros espíritus. Alguna vez una promesa de este tipo, bajo los lemas de la transformación social y de un mundo ideal posible, fue el dominio de los progresistas, dice Duncombe, pero la culpa, el sacrificio, o incluso las frías estadísticas que auguran futuros desastrosos, terminaron llevando su retórica a aburridas advertencias escatológicas y representaciones del horror, con tintes de resignación. Pero no solo en el mensaje, sino también en las formas, el progresismo no ha sabido entender el poder de la publicidad, pues donde esta crea mensajes personales, en primera y segunda persona, dirigiéndose a cualquiera de nosotros, individuos con sueños y deseos de realización, el progresismo se ha pertrechado de teorías despersonalizadas sobre la eventualidad de una transformación colectiva, dirigidas al pueblo, al proletariado, a los pobres, a la gente, es decir, a un cualquiera que termina siendo ninguno. En el fondo, en la publicidad, Duncombe ve una técnica fundamental. Acaso por miedo o por no querer usar las armas del enemigo, el progresismo ha subestimado su poder y sus mecanismos formales. Y en esto, se ha condenado a enviar sus más importantes mensajes, como el de la necesidad de participación efectiva o el del ideal de bienestar social, al desierto de lo impersonal. Así, al igual que en GTA, aplica aquí también la idea de “jugar el juego”, apropiándose de estos instrumentos, comprendiendo su funcionamiento, asociando ideas y creando etiquetas que reverberan en tu memoria y en la mía, es decir, en algo común y nuestro, querámoslo o no.
Como último caso, aparece el indiscreto mundo de las celebridades, supuestamente refractario a la política y especialmente repulsivo para el progresismo, que también se basa en un orden interno no solo digno de ser observado, sino muy emparentado con la lógica política. Las celebridades parecen vivir en un mundo de estrellas inalcanzable, como el paraíso para los caídos en el infierno o el Olimpo para los mortales. Su mundo genera fascinación en los seres anónimos terrenales. Y la distancia de estos estratos desiguales solo alimenta el deseo de muchos, dice Duncombe, de ser reconocidos y pertenecer a esa clase superior. No obstante, esta brecha presenta una singular excepción respecto del parangón con los dioses, pues existe, para el simple mortal, la posibilidad remota de ascender y convertirse en astro, de promoverse a ser observado y dejar de ser el que observa. Y aun si esto no se realiza, hay una serie gradual de consuelos, desde la posibilidad de imitar las costumbres de los famosos (modas, comportamientos, estilos de vida) al conformismo de que las estrellas tal vez sean como nosotros. En cualquier caso, desde la perspectiva de las masas, el tono constante es de insatisfacción y envidia crecientes. Ahora bien, cuando los progresistas resisten a este mundo rechazándolo o proponiendo contrafiguras célebres (Che Guevara, por ejemplo), es señal de que no les resulta indiferente. Desde el momento en que las celebridades irrumpieron en la política (con Ronald Reagan como arquetipo de la figura mediática capaz de alcanzar puestos de gobierno), no solo se ha hecho evidente la relación especular de ambas esferas, sino también su identidad lógica, pues generar figuras políticas equivale también a producir existencias destacadas, prácticamente endiosadas, acompañadas de una masa de anónimos seguidores, electores en potencia. Y en ambas esferas, la relación entre ser nadie y ser alguien es proporcional al dolor y la indignidad de la invisibilidad. Pero el campo común entre política y celebridades no se define solamente por el deseo de ser observado. También están las ganas que tiene el mundo pagano resignado al anonimato de saber, discutir, debatir y demostrar un conocimiento total sobre algún tema concreto. Alimentar los rumores y ser la correa de transmisión de los detalles más desconocidos de una vida famosa, parece remitir a esa necesidad epistemológica de transmitir los avances de un saber o de una ciencia cualesquiera. Duncombe se pregunta qué hacer políticamente tanto con el deseo de ser visible como con el de ser experto en una materia. A lo primero, responde con experiencias políticas a escala minoritaria, donde existan reconocimientos mutuos (aquí da ejemplos de su propia experiencia militante); y a lo segundo, con el simple cambio del contenido chismoso del rumor por materiales realmente educativos (aquí da el ejemplo de las primeras transmisiones radiales de Franklin D. Roosevelt, explicando el funcionamiento de los capitales bancarios). Hay mucho que aprender del mundo de las celebridades, insiste Duncombe, en la medida en que esta lógica interna se ofrece también como una herramienta plausible para una política progresista.
En estas tres formas de la cultura (la ciudad de Las Vegas, los videojuegos, la publicidad), emplazadas en los puntos ciegos de la mirada progresista, Duncombe ve la persistencia de una materia oscura a iluminar: el espectáculo. Consecuentemente, dedica todo un capítulo a la posibilidad de “imaginar un espectáculo ético”. Para el autor, no hay oxímoron en esta idea. La ética del espectáculo surgiría en la activación de una serie de cualidades concretas: ser participativo, abierto, transparente, real y soñado. Tales exigencias prácticas requieren a su vez de precisiones teóricas. Pero estas no caen del cielo, pues en cada punto el lector comprenderá su correspondencia con los casos aquí estudiados. Así, un espectáculo ético participativo, por una parte, buscará espectadores activos (productores y directores) y no la mera presencia masiva, propia de los espectáculos fascistas; por otra parte, se desmarcará de la espontaneidad a favor de la creación de situaciones susceptibles de transformar, a nivel personal, a los propios espectadores (siguiendo el modelo de los Situacionistas). Contra la estructura anti-democrática de los espectáculos (creados por pocos, destinados a muchos), la participación debería ser capaz de romper jerarquías, a la manera de los carnavales o de cualquier manifestación en la que creadores y participantes se asocien en un mismo cuerpo colectivo. A esto remite justamente la idea ética de lo abierto de un espectáculo, pues responde, según Duncombe, al diseño de escenarios que, evitando transmitir mensajes o sentidos unívocos, dejan libre de conclusiones el espacio de la imaginación productiva, permitiendo así realizar eventuales modificaciones de lo creado. La transparencia ética de un espectáculo, por su parte, tiene que ver con la conciencia constante de que se está en todo momento en una representación. Si la idea ética consiste en activar la conciencia y el trabajo productivo de la imaginación, el espectáculo no podrá hacerse pasar por una realidad genuina, auténtica o verdadera (esta es justamente su amenaza fascista). Comprender conscientemente una situación equivale aquí a sobreactuarla, exagerarla o alienarla en su propia familiaridad. La ironía y el humor también forman parte de esta idea de transparencia, en la medida en que generan una distancia crítica en el seno del fenómeno expuesto. En cuanto a lo real del espectáculo ético, Duncombe señala dos sentidos: por un lado, el espectáculo ha de ser lo que dice ser; por el otro, debe existir, es decir, ser verificable. Con estas condiciones se distancia de aquellos montajes que hacen del espectáculo un medio para ocultar realidades existentes o imponer otras inexistentes. Y por último, la condición de un espectáculo ético soñado apunta a hacer de los sueños una motivación y una guía de la acción. Aquí no se trata de cualquier sueño y sobre todo no de aquellos marcados por las estrechas posibilidades reales que ofrece el mundo, sino de los sueños más absurdos, imposibles e irracionales, aunque esta imposibilidad debe evitar refugiarse, a su vez, en una marginalidad meramente declarativa e inactiva. Lo que hay de positivo en los sueños imposibles, dice Duncombe, se asimila más bien a ciertas utopías, cuyo grado de imposibilidad es tal que nadie pensaría en realizarlas y que, sin embargo, generan movimiento y atracción. Así, a las catástrofes de utopías forzadas por poderes fácticos, se oponen sueños como los del mito de la huelga general universal, que a comienzos del siglo XX generó una adhesión sin igual en la historia de los movimientos obreros, donde finalmente importó menos la imagen profética del trabajo mundial suspendido, que la creación de medios (asociaciones, sindicatos, meetings, revistas) para realizarla. A fin de cuentas, este es el germen de lo nuevo: no el contenido del sueño, sino lo que el sueño hace aparecer efectivamente en la realidad.
Duncombe se pregunta qué hacer políticamente tanto con el deseo de ser visible como con el de ser experto en una materia. A lo primero, responde con experiencias políticas a escala minoritaria, donde existan reconocimientos mutuos; y a lo segundo, con el simple cambio del contenido chismoso del rumor por materiales realmente educativos.
La potencia de los sueños culmina con un breve capítulo final, a modo recapitulativo, sobre la “Dreampolitik” que, como decíamos, se opondría a los márgenes estrechos y desfasados en los que descansaría, hoy, la “Realpolitik” en sentido clásico. La cuestión pasa aquí, según Duncombe, por determinar los campos en los que se juega la política contemporánea. La gran capacidad predictiva de Maquiavelo, que supo ponderar el valor de la fantasía en el poder, vaticinó también la ruina de aquellos que se dejaban guiar por lo que debería ser (“repúblicas imaginarias”), en lugar de seguir la realidad verdadera. Duncombe comprende aquí una ironía, acaso doble, pues por un lado son los conservadores los que mejor comprendieron esto en los últimos decenios, y por otro lado, porque tal predicción ha terminado recayendo en los progresistas en su modo de rechazar la potencia real de los sueños en la política. Sin embargo, el problema del progresismo, que es el que interesa principalmente al autor, pasa por la ruptura de sus focos de acción, entre la periferia y el centro, y cuya incomunicación lo ha vuelto intrascendente. En la periferia, están los militantes marginales refractarios al poder, y en el centro, los políticos de profesión que ejercen el iluminismo progresista. Para Duncombe, la táctica (ciertamente, se trata bien aquí de una cuestión de tacto) pasaría por reunir estos polos, es decir, convencer a los saberes marginales, que comprenden perfectamente cómo opera el centro, de ensuciarse con las herramientas del poder, y a los centristas de abrirse a la potencia de los sueños. Para Duncombe, este es su propio sueño.
A la distancia de un poco más de diez años de la publicación de este libro, el lector tiene la ventaja de poder comparar hasta qué punto las tesis e hipótesis de Duncombe mantienen su validez. Salvo por la explosión de las redes sociales, las condiciones políticas formales en las que surge esta obra no han variado mayormente. Pero de esas variaciones podrían seguir extrayéndose lecciones y creándose prácticas, al menos, en el sentido en que el propio autor lo propone. Por esto mismo, resulta de gran valor la entrevista que el GIF realiza a Duncombe durante el año 2017 y que acompaña a la presente traducción. En ella se aprecia no solo el pensamiento actual del autor, que también sufre sus propias variaciones (“en los últimos años me he vuelto más afín a las políticas progresistas estatales”, afirma Duncombe), sino también las relaciones de este libro con sus referentes teóricos y sus pares políticos, esto es, con los estudios culturales de la Escuela de Birmingham y con el autonomismo, respectivamente. La entrevista permite apreciar también la sobrevida de La potencia de los sueños, tanto en su postura sobre el ingente desarrollo exponencial de las redes sociales, como en las actividades político-militantes y científico-académicas que el propio Duncombe ha realizado desde entonces, siempre siguiendo su apuesta progresista por transformar el mundo. También llama la atención la referencia de Duncombe a las manifestaciones sociales masivas de los últimos años pensadas como “espectáculos éticos” (15M en España, plaza Tahrir en Egipto), especialmente en los “pequeños despliegues” que siempre tienen lugar en tales movimientos, conformes a la idea de generar espectadores participativos y creadores. Y por último, destacamos una precisión muy sugerente en esta entrevista y que, a nuestro parecer, no está del todo explicitada en el libro, al menos no en los términos en que los plantea aquí: se trata de la pregunta por la posibilidad de una visión genérica en las subjetividades políticas que proyectan un mundo transformado. Para responder, Duncombe señala que la premisa revolucionaria resulta cuestionable cuando se entiende como garantía estructural de un sujeto destinado a producir transformaciones; pero si se atiende, en cambio, a los diferentes deseos inmediatos de los sectores sociales más postergados, resultará interesante notar que las esperanzas que vienen inmediatamente detrás suelen ser genéricas. Y esto sí se presentaría como una premisa revolucionaria, pues ya no se trata de pensar la posibilidad de una subjetividad política portadora de una visión genérica, sino del lugar en el que tal visión se encuentra efectivamente: el de los segundos sueños. Esto implica una doble condición, pues no hay sueños genéricos sin deseos específicos, pero estos no existirían sin los anteriores, que en definitiva, son los que los animan.
Dejamos para el cierre de esta reseña un par de críticas constructivas que podrían hacerse a esta obra. Por una parte, habría en el autor una tendencia localista relativa al campo empírico de su investigación enmarcado en la cultura norteamericana y a su modo de referir experiencias propias para presentar soluciones a los casos estudiados. Por cierto, esto no afecta la actualidad teórica de la obra, pues su manera de plantear problemas formales de la política no queda anclada a nombres o a coyunturas. El problema pasa más bien por la dificultad de comprender la singularidad de un caso local con respecto a la expresión del mismo fenómeno en otras sociedades. Por otra parte, se echa de menos una referencia concreta al problema del inconsciente. Entendemos que lo consciente, en cuanto criterio de la trama onírica y desiderativa aquí buscada (en la entrevista, Duncombe es enfático en señalar que su interés siempre estuvo en la consciencia y en los sueños lúcidos), configura el hilo conductor del libro en las dimensiones de la vida más rechazadas por el progresismo. Por esto, habría sido interesante explorar la potencia política del inconsciente en las mismas realidades culturales aquí estudiadas. Quien emprenda este análisis complementario encontrará en La potencia de los sueños un campo allanado sobre su trama consciente.
Para concluir, creemos que esta obra se puede leer como un llamado a abrir nuestros sentidos a aquellas cosas que nos producen un rechazo inmediato e irreflexivo, como también a no subestimar nuestros sueños ni menospreciar todo lo que nos parece banal, pues habría allí energías desperdiciadas, libres y gratuitas, en suma, riqueza que bien podríamos aprovechar. Pero además, creemos que es un llamado a no sobreestimar el poder de los órdenes instituidos, aquellos que dictan hoy la diferencia entre lo posible y lo imposible. Sin dudas, la superación de estos límites ha estado en el espíritu de los miembros del GIF, quienes entendieron muy bien la potencia de este libro y la necesidad de traducirlo para ofrecerlo a los lectores de lengua castellana. En su trabajo también se ha dado la forma creativa y participativa de un sueño colectivo.
[1] Siguiendo una importante aclaración de los traductores del libro, la noción de progresismo, proveniente de la tradición de movimientos sociales de fines del siglo XIX, cobra cierta singularidad en el contexto histórico norteamericano, al no dejarse enmarcar en corrientes políticas que, en apariencia, le son afines, como la izquierda, el liberalismo clásico o el reformismo. La principal distancia que marca con estas reside en una concepción del Estado entendido como herramienta e interlocutor (y no como un fin) vinculado a un concepto creativo y activo de la sociedad civil (nota 4, p. 32).
* El autor es Doctor en Filosofía, Universidad de Paris 8, Francia (2012). Postdoctorado Latinoamericano de Conicet, Instituto de Investigaciones Gino Germani, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, Argentina (2018-2020). Investigador del Centro de Estudios Periferia Epistemológica, Facultad de Psicología, Universidad Nacional de Rosario, Argentina. Editor de la revista Anthropology & Materialism. A Journal of Social Research. Autor del libro La huelga general como problema filosófico. Walter Benjamin y Georges Sorel (Santiago, Metales Pesados, 2017).
Publicado originalmente en Open Edition Jornals.